Dos motivos poderosos me llevaron ayer al Teatro de la Maestranza. Uno, escuchar por primera vez en directo a Xabier Anduaga, un tenor del que se hablan maravillas y que está asentando de manera rápida una notable carrera internacional. Dos, y no menos importante, el programa confeccionado para la ocasión, pues junto a las cosas inevitables en este tipo de recitales –canciones para calentar la voz, un par de arias de fuste, zarzuela para levantar al público del asiento–, había un nombre que alcanzaba especial y sorprendente protagonismo: Franz Liszt. Por un lado, la versión original para tenor de sus Tres sonetos de Petrarca. Por otro, y ya para piano solo, su formidable Paráfrasis sobre Rigoletto y la transcripción de la celebérrima Ständchen de Schubert. Habida cuenta de su currículo –acompañante habitual de Jose van Dam– y de lo que ha grabado, se deduce que la mente pensante detrás de semejante atrevimiento ha de ser la del pianista Maciej Pikulski, sensacional en todas las obras escuchadas. Tocar lo de Liszt solo está al alcance de un solista de verdad, pero es que además sacó petróleo hasta de las páginas españolas que cerraban la velada. Hizo mucho, muchísimo más que acompañar al solista: estuvo a su altura técnica y expresiva haciendo gala de un sonido particularmente moldeable y de un fraseo lleno de sutilezas en el que el sentido orgánico del discurso garantizó esa flexibilidad que permite a una voz explayarse de manera natural.
¡Y qué voz! Bueno, reconozco que su timbre puede resultar
algo estandarizado, falto de verdadera personalidad. Pero se trata de un
instrumento de muchos quilates: relativamente grande, carnoso en el centro, con un
interesantísimo metal en el agudo y holgado en el grave, pero siempre
manteniendo la absoluta homogeneidad de registros. Emisión canónica cien por
cien. Legato de libro, dotado de una morbidez acariciadora. Reguladores
depuradísimos, utilizados con prudencia y sensatez para no caer en
amaneramientos. Buena dicción. Agudos sólidos, radiantes, soberanamente
proyectados. ¿Hace falta algo más? Técnicamente no lo parece. En lo expresivo,
sin embargo, se pueden poner ciertos reparos: mi impresión es que este señor lo
canta todo más o menos igual, que no diferencia lo suficiente en lo expresivo,
ni siquiera entre un estilo y otro. Entiéndaseme, el recital fue espléndido y
yo lo disfruté mucho, pero me parece que Anduaga solo está desplegando parte de
un potencial inmenso.
En las canciones de Bellini y Tosti el tenor
vasco ya marcó sus parámetros estilísticos: canto apolíneo, depurado, aristocrático
en el mejor de los sentidos, libre de cualquier afectación y también un punto
distanciado. Tras una Paráfrasis de Rigoletto maravillosamente cantada
por el piano –para el discófilo: más en la línea de Arrau que en la de Barenboim–,
Anduaga se enfrentó a esa piedra de toque belcantista que es el Tombe degli
avi miei… Fra poco a me ricovero de la Lucia di Lammermoor. Triunfo
absoluto en lo técnico, como también en La donna è mobile a pesar de que
no prolongó el agudo. Lo que no tengo muy claro es que lo primero sonara a
señor agonizando y lo segundo a duque chuloputas: en los dos
casos se echó de menos esa vibración emocional que han conseguido los grandes.
Ya en la segunda parte, los Tres sonetos de Petrarca se
quedaron un poco a medio camino, porque el lied exige una sutileza expresiva
sílaba a sílaba que solo puede ser fruto de la experiencia. Dicho esto, el mero
hecho de que Anduaga quisiera cantar esta música exquisita y colosal demuestra
que no estamos ante un tenor dispuesto a vivir de los agudos, sino ante un
artista de verdad.
Tras la versión pianística del lied de Schubert, tres
preciosas canciones de Reynaldo Hahn que dejaron claro lo que ya se venía
intuyendo: Anduaga es un tenor de línea expresiva antes francesa que italiana,
lo que equivale a sustituir extroversión y espontaneidad por una dosis
considerable de morbidez, distinción y refinamiento. Estuvo maravilloso.
El resto del programa estaba ahí para ganarse al público del Maestranza, al que hizo pasar de la relativa frialdad al delirio. Está muy bien así, pero por mi parte he de confesar que no soporto la música de Jacinto Guerrero –cantó la romanza Flor Roja– y que la de Sorozábal –No puede ser– me ha conmovido más con otros tenores. En O sole mio Anduaga me pareció insulso, incluso fuera de estilo. ¿Dónde quedan la frescura, la valentía y la luminosidad napolitanas? Eso sí, me maravilló la emoción contenida que supo inyectar a Adiós Granada, cuyos melismas fueron resueltos de manera espectacular.


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