Grosso modo, existen dos modelos en la dinámica enseñanza-aprendizaje. El primero, que hasta cierto punto parte de la escolástica medieval, es el puramente transmisivo: el profesor o maestro de turno comparte con el alumno o discípulo una serie de informaciones que este se encarga de aprender. Esto no es malo en absoluto. De hecho, es necesario. Tan necesario como tramposo e insuficiente. Tramposo porque parte de la falacia de que toda la información que se transmite es cierta. Insuficiente porque si nos limitamos a transmitir cosas de generación en generación sin poner el tela de juicio eso que se nos transmite, el ser humano nunca avanzará en sus conocimientos. El otro modelo es el más interesante: plantear preguntas que, aunque puedan ir más o menos dirigidas en una determinada dirección -método socrático-, obliguen al receptor a estar continuamente poniendo en cuestión sus conocimientos, de tal modo que la verificación a través de una argumentación razonada permita consolidar aquello que nos parece válido y, al mismo tiempo, detectar brechas e insuficiencia que nos permitan avanzar por vías más sólidas y renovadoras.
No hace falta decir que la
inmensa mayoría de los docentes apuestan casi en exclusiva por la primera
opción: apréndete esto y realiza una mímesis en el examen. No es solo culpa de
ellos, claro, sino de un sistema anticuado y acomodaticio. Solo lo ponen en práctica
algunos que son valientes y que, además, se lo pueden permitir. Porque hay que
saber hacerlo. Cuando estudié Historia del Arte tuve un docente que me marcó en
este sentido: Juan Miguel Serrera Contreras. Aprendí poco con él de su asignatura,
Arte Clásico, que yo creo que le daba igual; ni siquiera se preparaba a fondo
las clases. Sin embargo, fue con él con quien aprendí qué es realmente Historia
del Arte, cuáles son los mecanismos de su evolución, cómo hay que analizar una
obra, de qué manera se pueden encontrar puntos de contacto entre cosas en principio
dispares para así hallar los denominadores comunes. Nunca olvidaré las clases
en las que relacionaba lo clásico, lo orientalizante, la sección áurea, el paso
de palio y el rostro de la Macarena. Falleció no mucho después de haber disfrutado
de sus enseñanzas, con tan solo cincuenta y cinco años, pero me dejó -nos dejó
a unos cuantos- una huella imborrable.
En el campo de la crítica musical
he tenido una influencia similar: Pedro González Mira. Lo hizo durante muchos
años, por supuesto que todavía sin conocerle en persona, porque a la citada
revista llegué a finales de los noventa. Había en Ritmo otros críticos a
los que hacía caso, porque encajaban mucho más con mis gustos personales que los
que formaban el “equipo Scherzo”. Entre ellos estaban Anabel García Hurtado
-después descubrí que era seudónimo de quienes ustedes ya saben-, Luis Gago, Gonzalo
Badenes, José Sánchez y, más tarde, Jesús Trujillo, pero lo de Pedro era
especial. ¿Por qué? Fácil: más que dar respuestas, hacía preguntas. Obligaba a
pensar. Cambiaba de opinión cuando le daba la gana (¡muy bien hecho!),
provocaba al lector con observaciones tan agudas como contracorriente, proponía
nuevas maneras de plantearse las cosas y, por descontado, le tocaba continuamente
las narices a sus compañeros poniendo en duda aquellas verdades madre que él
mismo había defendido con militancia durante tiempo; y no lo hacía necesariamente
porque dejase de creer en ellas, sin por el mero hecho de haberse convertido en
inmovilistas credos que no dejaban espacio a otras maneras de ver las cosas.
Desde entonces han pasado
décadas. Por mediación de Ángel Carrascosa, Pedro me invitó a escribir en Ritmo.
Diez años más tarde lo dejé, luego él se jubiló. Entre medias, algunas largas conversaciones
telefónicas y pocos, muy pocos encuentros cara a cara, por aquello de la
distancia. Y sigue pasando el tiempo. Mientras que yo empiezo a pensar en mi
propia prejubilación, él ya es bastante mayor, anda enfermo y nos entrega un
libro indisimuladamente testamentario: El poder de la música. Los sonidos de
la vida. Y resulta que me apetece escribir sobre él y decir lo que me da la
real gana, sin compromisos ni cortapisas. Pedro sabe muy bien que funciono de
esta manera, así que vamos a ello.
Este es un libro-matrioshka, que
esconde una cosa dentro de la otra, y así varias veces. En teoría es una novela;
su primera y última novela, afirma el autor. Novela sobre una persona que nace
en una familia modesta de la costa levantina, estudia ciencias y termina convirtiéndose
en uno de los críticos musicales -de música clásica, se entiende- más
reconocidos del país. Afirma en el prólogo que no es una autobiografía, que se
ha inspirado en él mismo y en muchas personas al mismo tiempo; que la vida del
protagonista, un tal Gastón, resulta mucho más interesante que la suya propia.
Ni me he molestado en preguntarle cuánto de su vida hay en él, porque me diría
que no mucho. ¿Mi opinión? Es 100% autobiográfico. Y claro, aquí algunos lectores
se preguntarán qué tiene de interesante la biografía de una persona “normal”. Meterán
la pata hasta el corvejón, porque habrán confundido hilo argumental con tema. Y
el tema, como reza el título de la publicación, es justo el poder de la música,
y hasta qué punto esta puede influir de manera seria en aquellas personas que, como
usted y como yo, hemos decidido vivir -uso las palabras de Barenboim- “en la música”.
Pero aun así el título es engañoso, porque en realidad su autor quiere hablar
de otra cosa. Intentaré explicarme.
Los dos primeros tercios del volumen
responden a la citada biografía ficticia, autobiografía o lo que ustedes
quieran. ¿Interesa? A mí, muchísimo, tanto como “lo otro” que viene después.
Porque la narración es ágil, amena, extraordinariamente vívida, y me ha
permitido acercarme a una parte de la historia de España, la que comienza al
finalizar la posguerra y termina con la muerte de Franco, desde un ángulo
distinto. Ni paisajes, ni gentes ni ambientes me resultan afines, porque me crie
en un marco cronológico, espacial y familiar muy distinto, pero el relato posee
tal inmediatez que me he quedado atrapado. Tan veraz resulta que uno casi llega
a enamorarse de las señoras que van pasando por la vida sentimental de Gastón, tal
es el grado de apasionamiento descriptivo. Mientras tanto pasa la música como
el Guadiana, a veces subterránea otras veces sobre la superficie, pero siempre llevándonos
por su cauce. O más que como el Guadiana, como esos ríos levantinos de la tierra
del protagonista que parecen secos pero que, cuando menos te lo espera, desborda
su cauce y te llevas con enorme fuerza a donde menos imaginabas. Se nos muestra
su fuerza, sí, pero también se nos regalan apuntes muy variopintos sobre música
popular, sobre bandas de moros y cristianos, sobre rock progresivo y, por supuesto,
sobre los primeros clásicos que van llegando a la vida del protagonista. Apuntes
y opiniones, claro está, que no son los del presunto Gastón, sino los de Pedro
González Mira.
En el último tercio cambia la
cosa. El crítico se asienta en Madrid y permanece para siempre llevando una importante
revista, obviamente Ritmo. Se acabó la narración, empieza la reflexión. Lo
que hasta ese momento eran apuntes se transforman ahora en pequeños ensayos
sobre los compositores de cabecera de Pedro, también sobre otros que no fueron
tanto y cuyos valores fue descubriendo con el tiempo. La subjetividad es
inevitable, la sinceridad imprescindible. Algunos lectores arquearán una ceja
al ver que se siembran dudas sobre La consagración de la primavera, mientras
que otros se escandalizarán -los veteranos de Scherzo soltarán lo de “ya
está otra vez el tío este”- cuando se hable mal de Bellini y Donizetti. Otros
se cansarán un poco de tanto elogio a Wagner, mientras que los seguidores de Ángel-Fernando
Mayo darán un puñetazo en la mesa a ver que por enésima vez se ponen en duda
los valores puramente literarios de los libretos que escribía don Ricardo.
Pero en esta parte empieza, sobre
todo, la esperable y muy esperada ristra de preguntas. Preguntas a sí mismo.
Preguntas sobre qué es la interpretación. Sobre la naturaleza de la crítica
musical. Sobre qué escribir, para qué y para quién. Sobre qué sentido hay en
ello. Sobre el derecho que se tiene -o no se tiene- a ejercerla. Sobre si no
nos encontraremos ante un inmenso fraude. Sobre si el mismo Gastón no forma parte
de ese fraude. Y sobre si lo que ha hecho durante toda su vida no ha sido sino
autoengañarse. Todo eso, y mucho más, se lo plantea el autor con muchísima
inteligencia y cierta beligerancia, incluyendo durísimos dardos a sí mismo y a
sus maneras de hacer, pero sin llegar a hacer sangre. Él mismo deja claro que
ha llegado al final del viaje, que ya está de vuelta de todo, que no necesita
más. Si acaso, compartir esas impresiones. Pues ya está hecho.
Spoiler: la respuesta que da a
todas esas preguntas, efectivamente, es afirmativa. La crítica musical no tiene
sentido. Lo que pasa es que ni él mismo se lo cree, porque de haberlo hecho, no
se hubiera molestado en gestar estas 217 páginas que terminan de manera
particularmente amarga. Ni yo estaría ahora mismo escribiendo sobre ellas, ni
recomendando vivamente este apasionante, agudísimo, admirable y necesario libro.
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