Para esta noche he escogido casi al azar, de entre los tres grandes cajones que Decca tiene dedicados a Vladimir Ashkenazy, una grabación realizada en Londres en julio de 1965 con obras de Chopin, Debussy y Ravel. Cumplía entonces veintiocho años y el de Gorki demostraba un talento muy considerable, aunque también ciertos aspectos que tendría que madurar.
En el Scherzo nº 4 del compositor polaco sorprende gratamente el irreprochable estilo chopiniano del joven pianista, como también la variedad de un sonido que es capaz de modelar a su antojo. Ahora bien, la tendencia a dejarse llevar por el virtuosismo se hace evidente con las no pocas frases que resultan algo cuadriculadas, o al menos no todo lo flexibles que deberían; cuando le corresponde destilar lirismo sí que se muestra muy acertado. Justo lo que ocurre en el Nocturno nº 17 del mismo autor, en el que Ashkenazy ofrece toda esa flexibilidad, esa delectación poética y esa concentración que anuncian a quien más adelante va a ser un magnífico y muy completo intérprete de Chopin.
Pese a que difícilmente le identifiquemos como recreador de la música de Claude Debussy, nuestro artista nos ofrece, en lo que era ya la cara B del vinilo original, una singular y atractiva recreación de L'Isle joyeuse. Ciertamente es capaz de aligerar el sonido de su piano y de ofrecer enormes sutilezas tímbricas, pero decide huir de la ortodoxia impresionista para ofrecernos una lectura densa en lo sonoro, tensa en el fraseo, llena de ángulos, sanguínea en el temperamento y de clímax apasionado. La técnica, por lo demás, no ofrece fisuras: maravillosa la manera de planificar las dinámicas.
Moviéndose por el mismo sendero, Gaspar de la nuit resulta en exceso desigual. Ondine interesa por sonar con belleza y evitar preciosismos, pero no termina de destilar magia poética. En Le Gibet hay carácter obsesivo, mas no atmósfera malsana. El gran triunfo llega con Scarbo, en el que la tensión armónica, el sentido de los contrastes, la intensa teatralidad y el nervio bien controlado del pianista logran hacer milagros. ¿Y los dedos? Sencillamente perfectos a pesar de la extrema dificultad de la obra. No, no debe extrañar en absoluto que Ashkenazy terminase realizando semejante carrera.
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