domingo, 23 de marzo de 2025

25 años de Ismael Jordi: triunfo por todo lo alto

“Felicidades por los 25 años de carrera”, rezaba el sobretítulo que proyectó el Teatro de la Maestranza al finalizar el recital –lo adelanto ya: sensacional, inolvidable– que conel hilo conductor de un homenaje a Sevilla ofreció ayer sábado 22 Ismael Jordi acompañado por Rubén Fernández Aguirre al piano. ¡Quién lo diría, un cuarto de siglo ya! Parece que fue hace nada cuando pasó toda la noche a la intemperie para ser el primero en sacar entradas para el recital de su admiradísimo Alfredo Kraus que reinauguraba el Villamarta allá en el otoño de 1996; que fue ayer cuando el tenor canario le admitió como discípulo; o cuando debutó en la Sala Turina cantando un aria de Così fan tutte. Desde entonces ha desarrollado una carrera en la que, como él mismo ha repetido una y otra vez, su consigna básica ha sido saber decir no, justo como le recomendaba su maestro. Si se hubiera dejado llevar por los cantos de sirena que le llegaban años atrás probablemente hubiera alcanzado algunos éxitos importantísimos para luego apagarse de manera irremisible. Con enorme sabiduría y no menor honestidad decidió evitar el camino rápido y ofrecer solo aquello que era capaz de hacer al máximo nivel, en un perfecto cálculo de las posibilidades. Porque esa es otra: su instrumento es limitado, así que se equivocan los que dicen que triunfó por una voz bonita. Ahí también ha seguido a Kraus: no se canta con la garganta, menos aún con el corazón, sino con la cabeza. Técnica se llama eso. Esfuerzo, conocimiento, renuncia, maduración… Todo lo que ya no se lleva. Ahora bien, Ismael ha triunfado gracias a una admirable mezcla entre algo absolutamente objetivo, la cabeza, y algo por completo subjetivo y que, efectivamente, no tiene nada que ver con la técnica: el más exquisito gusto.

Ahí llegamos al meollo de la cuestión. Mi paisano posee una sensibilidad fuera de serie. ¿La sacó de escuchar repetidamente cintas de Alfredo Kraus en el walkman? En parte sí, pero no solo es eso. En sus primeros años –es lógico– le seguía fielmente, también en ese carácter flemático que caracterizaba al mítico tenor. Luego se fue haciendo más cálido, más variado en la expresión, aun siempre desde una óptica eminentemente apolínea. No creo que fuera una exageración por mi parte contraponer a Ismael en la entrada de ayer con quien a la misma hora tocaba en otro lugar de Sevilla, Lina Tur Bonet, porque nuestro artista representa todo lo contrario que la violinista ibicenca: moderación, elegancia y buen gusto. Belleza equilibrada con la emoción. Ausencia de afectación. Alejamiento del efecto gratuito. Clasicismo puro y duro, vamos. Por eso mismo no le perdono a mi paisano que no haya cantado más ese repertorio de finales del XVIII y principios del XIX que tanto le conviene: la sintonía con el estilo es absoluta.

Esto último lo demostró –paso por fin a hablarles del recital– en las tres canciones de Manuel García que abrían el programa. Se pueden hacer de otra forma, con más garbo y sabor popular, y ahí está el arte inmenso de Teresa Berganza para demostrarlo –increíble la manera castiza de decir “la mosca” en Caramba–, pero Ismael quiso llevarlas al terreno de la ópera y, de paso, añadir unos largos melismas que resultaron convincentes. Cierto es que la voz se quedó un poco corta en el grave, pero a cambio el tenor jerezano nos ofreció una prístina dicción que, a decir verdad, se echa de menos en muchos colegas hispanohablantes.

Las tres canciones del desconocido sevillano Isidoro Hernández (1847-1888) fueron una recuperación del pianista acompañante: acierto total, porque han resultado ser preciosas. Con la voz empezando a calentarse, Jordi las bordó hasta llevarlas a un nivel interpretativo que ya no bajó de lo más alto en todo el recital.

Le llegó el turno a Joaquín Turina: primero un zorcico para piano solo, luego cuatro preciosas canciones entre las que, sin ser la que cantó mejor desde el punto de vista técnico, brilló con especialísima sensibilidad la célebre Saeta. A ver, les confieso que cuando Ismael y yo hablamos no acostumbramos a hacerlo de música, sino de eso que tanto nos gusta que se llama Semana Santa. Es buen amigo de un señor de aquí de Jerez que, además de contar chistes bajo el nombre artístico de Comandante Lara, canta unas fabulosas saetas. Y la Virgen de Ismael es la Esperanza de la Yedra, cofradía que no es sino la versión jerezana de la Macarena: justo la imagen a la que está dedicada a la obra de Turina. Todo cuadraba. La suya no fue la versión de un cantante clásico “haciéndose el andaluz” e imitando las inflexiones y los melismas de un saetero, sino la de un cofrade del sur que ha mamado desde siempre esta música, que la tiene completamente interiorizada y que ahora ha tenido la oportunidad de materializarla gracias a su formación clásica. Nos puso los pelos de punta.


Lo mejor de la noche –aunque todo fue de enorme altura– llegó precisamente con las piezas más difíciles. Primero Il mio tesoro del Don Giovanni de Mozart. Importa poco que las agilidades no fueran espectaculares, porque tuvo su recreación todo eso que necesita el de Salzburgo y que tantos descuidan: solidez en la emisión, cálido legato, amplio fiato para construir amplias frases llenas de cantabilidad, atención a las dinámicas, calidez expresiva sin necesidad de “romantizar” la música –esto es, de romper el equilibrio clásico–, sensualidad… Por cierto, no estoy de acuerdo con Kraus en que Don Ottavio es un señor mayor de esos que se casaban con jovencitas a manera de protector. No es un estirado. Es un joven que siente amor tan tierno como sincero por Doña Ana, y así lo retrata Jordi.

Otro peso pesado a continuación: Ange si pur de La favorita. Donizetti siempre le ha gustado muchísimo a Ismael, pero con eso no basta. Me hice una playlist con versiones de esta aria y pude comprobar como tenores con voces de primera calidad no terminan de acertar, justo por la carencia de eso que nuestro artista posee sobradamente: recursos belcantistas. En el control de la respiración y en uso de los reguladores es un maestro, particularmente en los pianísimos y en los filados. Los usa sin reparos y nos seduce con ellos sin caer en el abuso: Ismael “canta bonito”, pero no es narcisista.

Ya fuera de peligro, Ismael llegó a Jacinto Guerrero para ofrecernos una memorabilísima versión de Raquel, de El huésped del sevillano. ¿Recordó a Kraus? Mucho, pero resultó más inmediato y comunicativo que su maestro. Mejor aún, si es que eso es posible, Sevilla de Agustín Lara. Sustituyó "alma mexicana" por "alma jerezana" y aportó, como señalé antes, andalucismo de pura cepa en línea y en dicción.

Tras la bonita Morisca de Henri Collet, interpretada con sensibilidad por Rubén Fernández, le tocó rendir homenaje a Luis Mariano con tres distendidas canciones de Francis López: música de fácil consumo que Ismael, sencillamente, canta mejor que su destinatario original. ¡Qué pena que no le pudiéramos ver por aquí ese Cantor de México que hizo en la vistosa producción en el Châtelet!

Para terminar, Sevilla de Manuel Álvarez-Beigbeder, más conocido como Manuel Alejandro. Confieso mi animadversión a la música del compositor jerezano –que se incrementa hacia las letras de sus canciones–, pero también reconozco que cantadas así, sustituyendo las ampulosas orquestaciones originales por un piano y con el arte de Ismael de por medio –no se me ofendan los amantes de Rocío Jurado, grandísima artista–, estas piezas multiplican muchísimo su valor.

Si el aplauso con que fue recibido Ismael Jordi al comenzar el recital es de los más largos que recuerdo en la entrada de un artista en toda la historia del Maestranza –no exagero–, los del final fueron el delirio. Todo el mundo en pie, palmas por sevillanas, grandes ovaciones –también las mías– y muchísima emoción. Llegó entonces la apoteosis con Adiós, Granada y –era previsible– Se nos rompió el amor. La Furtiva lágrima donizettiana, auténtica marca de la casa, nos devolvió el equilibrio y nos hizo recordar que nuestro artista sigue siendo un depositario de la más pura tradición del belcanto.

 Fotografías: Guillermo Mendo.

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