miércoles, 12 de junio de 2024

¿Por qué surgen los estados autoritarios de extrema derecha?

La semana pasada me preguntaba un alumno de Primero de Bachillerato Internacional cuáles eran las razones que yo consideraba fundamentales para entender la irrupción de los totalitarismos de extrema derecha. Como estábamos viendo el reinado de Isabel II de España, no quise explayarme: lo veremos el año que viene, contesté. Efectivamente, en el programa de Segundo hay un tema llamado “Wstados autoritarios del siglo XX”, y dentro de él un apartado que se titula “Surgimiento de Estados autoritarios”. De extrema izquierda y de extrema derecha, se entiende. El profesor tiene que seleccionar como mínimo cuatro de entre la larga lista de sugerencias– que el International Baccalaureate ® ofrece. Yo escojo seis. La elección está clara, porque es obligación del profesorado español hacer todo lo posible por encontrar coincidencias con el temario del Bachillerato Nacional: Primo de Rivera, Lenin y Stalin, Mussolini, Hitler, Franco y Fidel Castro.

A pesar de que quería reservarme para el próximo curso, el abrumador ascenso de la extrema derecha en las elecciones europeas del pasado domingo 9 de junio me lleva a elaborar este texto en el que voy a intentar trazar unas líneas generales de orientación para los chavales sobre la pregunta en cuestión: ¿cuáles son las circunstancias que suelen confluir para que aparezcan los totalitarismos de extrema derecha? Lo comparto aquí porque me parece un tema que puede ser se interés general, pero quede bien claro que no pretendo precisamente ganar el premio Princesa de Asturias: esto no es más que el borrador de un material didáctico para alumnado de Bachillerato. Para un buen alumnado, habría que añadir.

Antes de empezar, unas advertencias. Primera, que si bien el texto puede servir como “apuntes para estudiar” a los referidos alumnos, eso no significa que este incluya “la verdad a aprender”, menos aún a memorizar. La dinámica del Bachillerato Internacional rehúye de la mera memorización –aunque los datos concretos haya que retenerlos en la memoria– y promueve una reflexión personal que conduzca a hipótesis plausibles basadas en argumentos bien fundamentados. El objetivo de las siguientes líneas es conducir a la reflexión, no ofrecer respuestas sencillas para problemas muy complejos. Segunda, que aunque el texto es personal y corresponde al género literario del ensayo, en absoluto es arbitrario ni rompedor: sobre este tema han corrido verdaderos ríos de tinta que, aun con sus lógicas y necesarias divergencias, discurren más o menos en la misma dirección. Tercera, que solo se abordan los totalitarismos de extrema derecha. Los de extrema izquierda coinciden con ellos en muchas cosas, particularmente en las dinámicas del poder, pero parten de unas bases ideológicas que no son las mismas y en su surgimiento pueden afectar circunstancias diferentes. Cuarta, que voy a intentar ofrecer ideas abstractas sin hacer apenas mención de casos concretos, con la idea de que el esquema pueda servir para lugares y momentos diferentes entre sí. Alguna referencia al periodo de entreguerras será necesaria, por razón del temario abordado en clase, pero luego será cada alumno el que deberá valorar hasta qué punto está de acuerdo con las ideas aquí por mí expuestas. También tendrá que razonar en cada uno de los dictadores que él o ella escoja las circunstancias históricas concretas que puedan haber concurrido. Establecer “leyes generales de funcionamiento de la Historia” es un arma de doble filo: puede resultar tan útil como engañoso. Dicho todo esto, vamos a ello.

El miedo, he ahí la clave del ascenso de los totalitarismos. No soy precisamente el primero en decirlo. Ya lo expusieron, en versión “para niños” y absorbiendo ciertos aspectos de la filosofía oriental, esas tres malas pero muy didácticas películas que fueron los Episodios I, II y III de la saga Star Wars. El ser humano necesita el miedo, el temor al peligro. Somos animales y necesitamos estar alerta ante lo que nos puede causar daño. Sin el miedo, estaríamos todos muertos. Pero no es menos verdad que reacciones meramente instintivas pueden, en ocasiones, hacer mucho daño a nuestros semejantes. Por fortuna, el ser humano posee algo que lo distingue de los otros animales: la razón. Es ella la que nos ha permitido avanzar, la que alcanzando un adecuado equilibrio con el instinto nos ha hecho superar muchas de nuestras limitaciones. Nuestras actuales democracias se basan precisamente en ella, en la Razón –con mayúsculas–, aquella de la que sentaron sus bases los filósofos de la Grecia clásica a la que tanto debemos y que termina cristalizando con la ideología dieciochesca de la Ilustración, que es justamente de la que parten las democracias de lo que conocemos como “civilización occidental”. Si la Razón se queda dormida, aparecen los horrores. Es justo el título de uno de los Caprichos de ese genial ilustrado que fue nuestro Francisco de Goya: El sueño de la razón produce monstruos. Y son los miedos, de índole tanto personal como colectiva, los que hacen que esa razón quede arrinconada para que las monstruosidades campen a sus anchas.

¿Cuáles son esos miedos? El primero y más obvio, el miedo a la muerte. Todos estamos vigilados por la de la guadaña las veinticuatro horas del día, pero hay circunstancias históricas que nos hacen ser mucho más conscientes de esa presencia, por la sencilla razón de que la posibilidad de morir es mayor. Una guerra y una pandemia multiplican de manera alarmante la posibilidad de fallecer de un día para otro. No digamos si confluyen las dos, guerra y pandemia: imposible no citar aquí la mortal coincidencia entre el último tramo de la Primera Guerra Mundial y la mal llamada Gripe española de 1918.

Dos, el miedo a perder el nivel de vida. Este será más o menos confortable o más o menos incómodo, pero siempre podrá ir a peor. En nuestro ámbito personal tenemos cierta maniobrabilidad para enfrentarnos a los posibles baches, incluso para mejorar –ahí podrán confluir el esfuerzo personal, la astucia, la suerte y muchos otros factores–, pero cuando llega una crisis económica generalizada poco hay que hacer. Podemos nadar en contra de la marea, pero lo más probable es que esta nos termine arrastrando. El paro, la precariedad en el empleo o la simple pérdida de poder adquisitivo puede despertar nuestros peores miedos; más aún en una sociedad como la nuestra en la que no solo aspiramos a sobrevivir, sino también a materializar un proyecto de vida de cierta dignidad. Nuevamente inevitable no realizar una referencia concreta: el crac de 1929 y la crisis económica que se fue extendiendo por todo el mundo capitalista en los años siguientes.

Tres, miedo a una amenaza exterior, trátese de una amenaza real, de una amenaza solamente en potencia o de una amenaza que sale de la imaginación de la población y/o de sus agitadores. En cualquier caso, amenaza al modo de vida al que estamos acostumbrados. El miedo al comunismo fue fundamental en el desarrollo de los fascismos digamos “clásicos” en el periodo de entreguerras. Quizá no fue un factor que propiamente propiciara su aparición, pero sí uno de los más significativos a la hora de que las ideas de esos –por entonces muy novedosos– totalitarismos de derechas fueran acogidos por buena parte de la población. También tuvo mucho que ver con que estas fueran acogidas –un tanto a regañadientes– por una burguesía que no se sentía cómoda entre agitadores antisistema –al capital le interesa una sociedad estable y consumidora, no un marco de inestabilidad–, pero que sentía que esos planteamientos podían ser un “mal menor” frente al “mal mayor” del comunismo.

Por descontado, puede haber otras amenazas que no sean propiamente el comunismo. Una gran potencia –del signo político que fuere– con la que ya se han conocido conflictos bélicos o que mantenga una línea expansionista suele inclinar a la población a pensar que la renuncia al pluralismo y la concentración del poder pueden ser medios para ir preparando las defensas ante una posible agresión. El terrorismo es otra de las grandes amenazas “venidas de fuera” que pueden propiciar políticas de gran dureza. Y también la agitación social interna, que por mucho que pueda estar propiciada por problemas arrastrado desde décadas o incluso siglos atrás en la propia nación, es muchas veces percibida como amenaza llegada desde otras latitudes: esos agitadores serían vistos como parte de un “gran plan” de índole internacional, urdido por fuerzas más o menos invisibles que tendría como objetivo desestabilizar nuestro estado desde dentro. No es casualidad que en el surgimiento de movimientos totalitarios, tanto de derechas como izquierda, acostumbre a coincidir con la difusión de alguna suerte de “teoría de la conspiración”, y que la insistencia en esas presuntas conspiraciones sean recurrentes por parte de alguno de los dictadores para mantener el poder. Sin salirnos de España, ahí está el caso de Francisco Franco y la inexistente “conspiración judeomasónica” que amenazaba a nuestro país. En la actualidad la ultraderecha prefiere hablar de una supuesta agenda para destruir la familia, las tradiciones y la religión cristiana, al igual que desde el otro extremo político se nos asusta con el fantasma del presunto Nuevo Orden Mundial que andan preparando las élites.

Cuatro. Miedo al cambio. Quizá debamos concretar, para no confundir con lo que acabamos de exponer sobre lo que supondría la materialización real de esas amenazas exteriores: nos referimos ahora al miedo a los cambios que traen las políticas comúnmente conocidas como “progresistas”. Cambios en la manera de ser y de pensar, en libertades y en diversidad. Cambios que obligan a replantearse muchas cosas y a ser tolerante con cosas que nos parecen ajenas a nuestro modo de vida y a las tradiciones más o menos consensuadas, cuando no abiertamente inmorales o incluso delictivas. Miedo a lo distinto, en definitiva.

Cinco, lo que justamente acabamos de exponer: miedo a lo diferente. El ser humano es gregario. Se siente confortable entre iguales, dentro del rebaño. Misma raza, mismas creencias, mismas tradiciones. A ser posible, misma ideología. La alteridad puede ser un valor que enriquece a una determinada sociedad o civilización. También puede convertirse en una limitación, incluso en una amenaza. Cuando los otros miedos arriba expuestos entran en convergencia, esa alteridad suele ser vista precisamente como amenaza, tanto si lo es como si en realidad no lo es. En una época en la que la globalización ha conocido una intensidad creciente y, a su vez, los fenómenos migratorios vienen acompañados de valores culturales que no encajan –ni desean encajar– con los nuestros, esa alteridad es interpretada principalmente como un peligro. Y nada más fácil para una sociedad en crisis que encontrar en esos rasgos diferenciadores la ocasión perfecta para desatar la rabia acumulada.

La ira, efectivamente, es otro factor fundamental. La ira es irracional. Deriva del miedo. ¡Cuántas veces nos irritamos al día, por lo general de manera innecesaria, porque alguien a nuestro lado nos dice algo que nos tomamos como una amenaza! Aplíquese esto mismo a los colectivos humanos.

El primer objetivo en que se focaliza esa ira es, naturalmente, el gobierno. O desgobierno, según el lugar y las circunstancias. En los siglos pasados la furia colectiva se podía proyectar contra los poderosos, como también sobre determinadas minorías. En el siglo XX ocurre lo mismo, solo que en esta ocasión quienes detentan el poder no son el faraón, el rey, la alta nobleza o la Iglesia. Son gobiernos elegidos por un sistema llamado democracia que, con mayor o menor grado de limpieza, con mayor o menos capacidad para resistirse frente a las imposiciones de las grandes fortunas, parte del principio de que el poder reside en el pueblo. Y si el gobierno de turno no es capaz, pongamos por caso, de enfrentarse a una pandemia o a una guerra, de mantener el nivel de vida de la población, de paliar las desigualdades inherentes al sistema capitalista, de relajar las tensiones que derivan del cambio ante la novedad o de gestionar las circunstancias relacionadas con la existencia de minorías étnicas o culturales, la población señalará con su dedo acusador no a ese gobierno concreto, sino a la democracia como sistema. Se acusará a los políticos, con razón o sin ella, de ser todos iguales, de no ser capaces de ponerse de acuerdo en lo esencial, de carecer de soluciones ante los problemas más acuciantes, de corruptos y/ narcisistas, de buscar tan solo el interés personal. Por tanto, si la culpa es del sistema, hay que cambiar el sistema.

Ya hemos dicho que la ira suele tener una diana adicional: la alteridad. Un colectivo diferenciado del nuestro que, bien está dentro de nuestra sociedad y por ello se considera una amenaza “desde dentro”, bien se encuentra en nuestras fronteras y nos amenaza. No hay mirar necesariamente a los fenómenos migratorios actuales: acudamos de nuevo al periodo de entreguerras y repárese tanto en las persecuciones a los judíos como en las tensiones entre aquellos estados en cuyas fronteras se mezclaban, por azares de la historia, colectivos diferentes. El carácter gregario del ser humano, una vez más, puede despertar los peores instintos.


Claro que no se trata solo del referido carácter gregario. Hay mucho de egoísmo. Ante la amenaza, uno es lo primero. Yo. Si se hunde el barco y por ahí hay un par de salvavidas, haces lo que sea para pillar uno. Lo que sea, y a costa de quien sea. Que se hunda el otro. Con más razón si ese otro es diferente o ya estaba considerado como alguien de quien desconfiar. Lo mío es lo primero. Que arreglen mi problema, que ya se encargarán los demás de que les arreglen los suyos. Este egoísmo individual suele transformarse en colectivo: lo nuestro es lo más importante. Frente a los que piensan que mediante el consenso se pueda alcanzar un mayor bienestar colectivo, y señalando que esos consensos pueden estar condicionados por los intereses de determinados grupos de poder –esta última es una argumentación también muy defendida por la extrema izquierda–, se alzan quienes reivindican de lo propio frente a lo ajeno. Nosotros.

Justo aquí aparece, de manera inevitable, esa palabra tan hermosa como mortífera: la Patria. El amor a la patria es algo bello si la consideramos como el colectivo en el que nos hemos formado y en el que nos reconocemos. Pero puede ser algo terrible si la convertimos en una madrastra tiránica a la que debemos no amor, sino rigor a la hora de someternos a las pautas de comportamiento que nos impone, o que se nos dice que nos impone. Muchos hablan de amor a la patria cuando, en realidad, quieren decir “obligatoriedad de sentirse y de comportarse de la manera en que se supone que hay que hacerlo”, con independencia de que nos sintamos identificados con esos sentimientos y comportamientos. Peor aún: la patria puede convertirse en el mero armazón que nos permita perfilar una identidad con la que oponernos a esas amenazas presuntas o reales. Una identidad con la que sentirnos parte de una unidad que funciona por pura oposición a otras.

Todo esto conduce a un callejón de salida: la creencia de que el diálogo con quienes piensan o sienten de otra forma es imposible, y por tanto a la renuncia a este como posibilidad para resolver conflictos. Si partimos de valores diferentes, para qué vamos a hablar. Es fácil olvidar de que el diálogo no tiene necesariamente que conducir a darle la razón al otro: en realidad su objetivo es –debería ser– lograr la empatía, comprender por qué el otro es así. El problema es que muchos consideran que el mero intercambio de postura ya implica, per se, un síntoma de debilidad y/o un menosprecio a nuestros propios valores. Un desprecio a la patria y a la tradición, e incluso una connivencia con los elementos más débiles y/o corruptos de nuestro sistema democrático.

Esta postura tiene mucho que ver con el citado egoísmo, y en buena medida puede relacionarse con la creciente crispación que en nuestras propias relaciones humanas hemos ido conociendo después de la crisis económica de 2008 y, sobre todo, tras la pandemia y el encierro de 2020. Decían que saldríamos más fuertes. Falso: hemos salido mucho más violentos, egoístas y radicales. Si no me gustas, si me incomodas, si me siento herido por ti o si tienes ideas muy distintas a las mías, corto radicalmente contigo: bloqueo inmediato en teléfono, redes sociales y correos electrónicos sin conceder la menor oportunidad a la comunicación, a comprender al otro o, en su caso, a ver qué ha pasado. Ghosting llaman a esto los jóvenes, que son quienes más lo sufren. Yo no voy a perder mi tiempo en debatir, en conocer tus puntos de vista o en empatizar con tus sentimientos, porque por delante de ellos están los míos. Mi tranquilidad, mi confort y mi felicidad no se pueden ver alteradas por tus circunstancias. Mejor levantar un muro infranqueable. Esta actitud es en sí misma una manera de ejercer la violencia. Nos lo recuerda la Wikipedia con estas palabras: “Algunos profesionales de la salud mental consideran que esta práctica es una forma pasivo-agresiva de maltrato emocional, un tipo de trato silencioso o comportamiento de bloqueo y crueldad emocional”. Pues eso mismo.

Aplíquese esto al ser humano como colectividad y, para concretar, a la manera de hacer política. Se rechaza al contrario, se rompe toda posibilidad de diálogo con él y se le demoniza. Con ello se evidenciará el último ingrediente: precisamente la violencia. Como el diálogo no resuelve nada, ella es la única vía para resolver tensiones y conflictos. Mucho ojo, esa violencia no tiene que ser entendida necesariamente como estimular la actuación de grupúsculos callejeros que vayan rompiendo los cristales de las viviendas y los comercios de los judíos, pongamos por caso. La violencia comienza siendo verbal. Primero en los medios escritos –la prensa desempeña un papel fundamental– y luego oralmente en el debate político, calando lentamente hasta que nos acostumbramos a ella. Se percibe también en la calle: esta misma semana, segunda del mes de junio de 2024, se pueden escuchar exacerbados improperios en las calles y plazas de nuestra ciudad. Personas llenas de rabia aprovechan cualquier excusa para verbalizar su odio a determinados colectivos.

El siguiente paso es que vaya apareciendo, con cuentagotas, una violencia más claramente física. Es la violencia al que es considerado como diferente, trátese –aquí las cosas pueden variar en función del momento y lugar– del judío, el inmigrante, el homosexual o el miembro de una determinada organización política o sindical. No se olvide en modo alguno –aunque ya hemos dicho que este tema no lo vamos a tratar aquí– la violencia contra la Iglesia que se produce en el nacimiento de los otros totalitarismos, los de extrema izquierda. Porque de lo que se trata, a la postre, es de localizar un culpable para poder descargar la ira.

En el fondo, ahí anida uno de nuestros más profundos temores. Otro más a añadir a la lista arriba enumerada: el temor a no poder controlar nuestro destino. No podemos garantizar que salgamos a la calle y no nos caiga una cornisa encima, o que no nos diagnostiquen una enfermedad incurable. No podemos hacer nada sobre ello. Tampoco podemos evitar que una crisis económica se lleve por delante nuestras pequeñas comodidades, o que nos envíen a una guerra: en la actualidad, rusos y ucranianos están pudiendo constatar esto último en sus propias carnes. Por eso mismo, el ser humano ha buscado siempre la manera de controlar lo incontrolable. La creencia que el mundo antiguo tenía en la existencia de los númenes, fuerzas benignas o malignas que podían ser atraídas o combatidas siguiendo determinados ritos, no era sino una plasmación de este deseo: toda vez que esos númenes pueden ser controlados, es posible alcanzar una cierta tranquilidad sobre nuestro destino. La transformación que el cristianismo realiza de los númenes benignos –se convierten en los santos, especializado cada uno de ellos en una determinada necesidad– mantiene la referida tradición.

Aun así, el ser humano se siente débil ante los azares del destino. Por eso mismo se desarrolla otra táctica que permite dar salida a la ansiedad vital que nuestra fragilidad genera: encontrar un culpable de los males. Difícil es identificar un único responsable de una crisis económica. También de los fracasos de un gobierno concreto. Más aún de un conflicto bélico. ¡Y no digamos ya de una pandemia! Pero si nos convencemos de que, efectivamente, sí hay una persona o un colectivo claramente responsables de ese mal –incluso de una pandemia: el virus responsable habría sido creado en un laboratorio–, podemos hacer que este desaparezca si nos enfrentamos con dureza a esas personas. Ahí podríamos traer a colación aquella acusación a los judíos de que la Peste Negra se había extendido porque habían envenenado los pozos de agua, pero en el tema que nos ocupa el alumno debe reflexionar sobre casos concretos en los que semejante dinámica contribuye a la aparición de los totalitarismos del siglo XX.

Soluciones fáciles a problemas muy complejos. Mensajes simples y directos que calan entre una población desencantada que no quiere pararse a razonar, sino que le ofrezcan soluciones al alcance de la mano. Ese es otro de los ingredientes fundamentales para el desarrollo de los totalitarismos: que aparezcan grupos políticos ofreciendo planteamientos en esta línea y un líder claro a su frente. Hasta qué punto el carácter carismático de ese líder es importante ya es otra cuestión, y de hecho a ella tiene que responder el alumnado del Bachillerato Internacional: es una de las preguntas que más suelen caer en los exámenes. Pero mejor dejar este asunto a un lado, porque ahí ya estaríamos hablando de la ideología y de los métodos para alcanzar al poder. Es preferible acabar aquí, no sin antes señalar que todas estas líneas pecan de eurocéntricas. Se han tenido en cuenta los totalitarismos que ha afectado a nuestro continente y no tanto a los de otros territorios. Por ejemplo, a los de América Latina, en los que habría que tener muy en cuenta los golpes de estado que se derivan de políticas neocoloniales. En cualquier caso, esta ya larga disertación puede ser un primer paso para que el adolescente empiece a reflexionar sobre este asunto tan extremadamente complicado.

4 comentarios:

Juan Antonio Moreno Arana dijo...

Lamentablemente, estos mecanismos fascistoides han sido asumidos por los partidos tradicionales de la Derecha y la Izquierda y por sus voceros. Y efectivamente,la Razón hace ya tiempo que claudicó ante las Emociones.

Fernando López Vargas-Machuca dijo...

Sí, parte de la izquierda y derecha tradicionales han asumido parte de los mecanismos de los extremos, fundamentalmente los que se refieren a la identificación emocional por encima de otras circunstancias. Total, qué más da: queda poco para el Apocalipsis. Las trompetas son inconfundibles: primero Motomami, luego Zorra, ahora Naked Atraction... Es el fin.

Juan Antonio Moreno Arana dijo...

Sí, Saiko, Leticia Sabater, Anuel AA, Bertín Osborne... son ya muchos los signos de que el final de los días se acerca.

Adrian dijo...

no tengo mas palabras para decir... bravo...

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