miércoles, 26 de abril de 2023

Los Nocturnos de Chopin por Arrau: poesía no mensurable

PS. Había muchas erratas en el texto. Ya están corregidas. Mil perdones.

 

Hay personas que defienden la necesidad de que la crítica musical se atenga estrictamente a criterios objetivos, digamos que “mensurables”. Estoy en desacuerdo. Más bien son los más claramente subjetivos los que nos acercan a la verdadera esencia de la música, que es algo que, como decía Celibidache, se encuentra detrás de las notas. Otra cosa muy distinta es el terreno de la historia y de la musicología, disciplinas ambas absolutamente imprescindibles para entender la creación musical: ahí sí que hay que atenerse al “método científico”. Pero para atrapar “lo otro”, con esto no basta. Hay que recurrir a la percepción subjetiva del sujeto, que es nada menos que una por cada ser humano. Peor aún: muchas por cada persona, porque lo percibido puede ser muy distinto según el día y la hora.


En cualquier caso, convendrán ustedes conmigo de que hay un no sé qué indefinible, pero por completo perceptible para una sensibilidad más o menos desarrollada, que hace que unas determinadas músicas o interpretaciones muevan sin remedio a la indiferencia, y otras sean mayoritariamente consideradas magistrales. Es el caso de los Nocturnos de Chopin por Claudio Arrau, grabados por el inolvidable maestro en septiembre de 1977 y marzo de 1978. Habrá quienes prefieran a Rubinstein –no es mi caso–, estarán los que consideren a Barenboim a la misma altura –tampoco es el mío, aun gustándome muchísimo lo que aquí hacen esos dos artistas–, pero nadie podrá negar que lo del pianista chileno es sublime.

Y en vano se buscarán criterios más o menos objetivos. Si acaso uno, la perfección del “rubato chopiniano”, aunque luego quedaría establecer la medida más o menos exacta de ese rubato. ¿Belleza sonora? Bueno, de riqueza de armónicos podría hablarse, pero lo de la belleza tampoco es muy objetivo que digamos. Y luego están cosas como la limpieza en la pulsación –con el mayor o menor uso del pedal–, la agilidad, la cantidad de matices y todo eso, pero son legión los pianistas que tocan con igual o superior virtuosismo e imaginación, sin que le lleguen a la altura del betún a Don Claudio.

¿Entonces? Pues lo dicho antes: poesía. Nada más, nada menos. Y ya que nos movemos en el terreno de lo inefable, vamos a ello. Arrau alcanza el más perfecto equilibrio entre belleza y dolor, pero no restando fuerza a cada uno de estos dos elementos hasta alcanzar una suerte de clasicismo, sino potenciándolos: he ahí el milagro. Como lo es aportar mil y un matices en la agógica sin que se quiebre el discurso. Y todavía hay más: sabe ser otoñal sin caer en la languidez, la autoconmiseración o el narcicismo.

Recuerdo bien la primera vez que escuché este registro: fue en El Escorial en una cinta de casete que había comprado en Madrid, allá a mediados de los noventa. Yo ya tenía la de Barenboim, años más tarde pude escuchar la realización de Pires –en directo y en disco– y finalmente llegué al registro estereofónico de Rubinstein. Creo que lo hice –de manera involuntaria– al revés. Quien se acerque a la obra tiene que empezar por el clasicismo intemporal, elegantísimo de Rubinstein para luego, conociendo bien estas maravillosas piezas, descubrir con Arau hasta qué punto se puede extraer poesía de ellas. Y luego uno tiene dos opciones. Quien quiera extasiarse hasta el límite con la brisa nocturna, la luz de la luna y la belleza melódica, enriquecerá su visión con la belleza suprema de Maria João. Por el contrario, quienes prefieran renunciar al goce sensual y concentrarse en el dolor, ahí tienen a Barenboim. Pero el chileno siempre será el mayor intérprete de esta música, por mucho que no se puedan “cuantificar” sus valores.

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