sábado, 7 de enero de 2023

Barenboim vuelve a la carga: Schumann y Brahms con Argerich en Berlín

Mala noticia, buena noticia. Daniel Barenboim dimite de la Staatsoper de Berlín, pero piensa seguir, al menos parcialmente, su agenda de conciertos. La semana pasada dirigió la Novena de Beethoven que es tradicional en la Staatskapelle la noche de San Silvestre y la mañana de Año Nuevo, y ahora mismo acaba de terminar la retransmisión, a través de la Digital Concert Hall, de su compromiso con Martha Argerich y la Filarmónica de Berlín, aunque con un cambio de programa: Concierto de Schumann en lugar del Tchaikovsky, Segunda de Brahms en vez del Concierto para orquesta de Lutoslawski. Mi quiniela hubiera sido Schumann/Lutoslawski, pero bueno, así está bien.


Justo antes de que comenzara la velada volví a escuchar el Schumann que el maestro porteño grabó en octubre de 1984 junto a Arturo Benedetti Michelangeli al frente de la Orquesta de París. En la comparativa que presenté en este blog (leer aquí) le puse un 10 a la versión. Ahora me ha gustado muchísimo menos. Cierto es que el italiano toca la obra con una limpieza con que jamás nadie la ha tocado, pero me parece que confunde Schumann con Mozart: demasiado apolíneo, parco en contrastes. En cuanto a Barenboim, no solo se veía demasiado condicionado por la visión del solista, sino que se mostraba un tanto neutro.

Ahora las cosas han cambiado. Barenboim está (¡recién resucitado!) en el mejor momento de su carrera de director, y con el temperamento fogosísimo de la Argerich se siente más en su salsa. Ahora sí ha ofrecido una gran dirección, no solo apolínea sino también dionisíaca (ya saben, Eusebius+Florestán), ofreciendo momentos de verdadera incandescencia –tremendo clímax en el primer movimiento– sin que la arquitectura se venga abajo. Ahora bien, justo es reconocer que no alcanza en esta obra el sublime nivel de las sinfonías del mismo autor recientemente grabadas con la Staatskapelle de Berlín; sin ir más lejos, a ese segundo movimiento y a esos violonchelos se les puede sacar más partido.

¿Y “la loca”? Pues lo esperable. Su visión del Concierto para piano de Schumann es siempre la misma, lo haga con Rostropovich, con Harnoncourt, con Chailly o con Barenboim: el carácter digamos que esquizofrénico de Schumann lo capta maravillosamente, pero junto a frases de verdadera excelsitud hay demasiados momentos en los que el nervio se transforma en nerviosismo y la artista se echa a correr. De dedos, maravillosa.

Enorme sorpresa como propina: Barenboim vuelve a tocar el piano. Entre él y su gran amiga hicieron el penúltimo número de Jeux de enfants de Bizet, no sin algún error más o menos serio en la digitación, todo hay que decirlo.

Con la Segunda sinfonía de Brahms a Barenboim le ocurre lo mismo que con la Pastoral beethoveniana: nunca le termina de salir, Las dos obras poseen un importante componente de ensoñación, de ternura y hasta de hedonismo bien entendido al que el de Buenos Aires no sabe o no quiere atender. Por eso mismo los dos primeros movimientos me dejaron muy a medias: de la mezcla de dulzura y amargor que deben desprender, solo se apreció el segundo ingrediente. Más me interesó el tercero, no solo muy alejado de toda trivialidad, sino también impregnado de un sentido del misterio de lo más atractivo. Y sensacional, impresionante, de referencia el Finale: siendo su carácter por completo afirmativo, que es como debe sonar, Barenboim supo dotarlo de nobleza, de fuerza dramática y de hondura, sin quedarse en la epidermis de júbilo y fulgor orquestal en que caen otros directores.

Punto y aparte para el trabajo con la orquesta. ¿Barenboim, acabado? Dirigiendo sentado y sin partitura, menuda lección ha dado de flexibilidad y naturalidad en el fraseo, de resolución de transiciones, de tratamiento de planos sonoros, de plasticidad… Por momentos se diría, incluso, que la fabulosa orquesta sonaba a la que hasta el próximo 31 de enero seguirá siendo la suya propia, la Staatskapelle de Berlín, esto es, menos robusta y bañada por una cierta luz dorada.

Por descontado, los atriles de la Berliner Philharmoniker no tienen comparación con los de aquella ni ninguna otra del orbe terrestre. A ellos se debe en buena medida el rotundísimo éxito entre el público de este concierto, aunque a nadie se le escapa que las aclamaciones iban ante todo a un Barenboim no solo recuperado para la interpretación musical, sino radiante en su rostro como pocas veces se le ha visto en estos últimos años.

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