jueves, 7 de abril de 2022

El feo asunto de las orquestas jerezanas

El asunto se ha enconado. Para todos ustedes, las cosas claras.

En 1998 se creó en Jerez de la Frontera la Orquesta Álvarez Beigbeder. Muy discreta, pero voluntariosa. Le he escuchado alguna cosa digna en el Teatro Villamarta. Como curiosidad, el nombre no solo se debía a deseo de homenajear a German Álvarez Beigbeder, único compositor clásico de mi tierra medianamente conocido, sino que al siniestro dúo formado por el desaparecido José Luis de la Rosa y Francisco Valenzuela, responsables de la Asociación La Arcadia (sic), registró cualquier nombre que mezclaran las palabras “Orquesta”, “Jerez” y “Jerezana” para que solo ellos pudieran crear una plantilla orquestal con el nombre de la tierra. Las cosas para los de la Beigbeder iban poquito a poquito, haciendo lo que podían, hasta que hace no mucho dieron un paso importante nombrando como titular a José Colomé. Por desgracia, las cosas se han torcido en estos últimos meses cuando todo eso de la reivindicación a quien en Jerez seguimos llamando Don Germán empezaron a sacar las cosas de quicio. El concierto que comenté hace poco en el Villamarta estuvo mal, como expliqué aquí y luego aquí.

Hace mucho menos tiempo surgió otra formación local, la Joven Orquesta Campos Andaluces, nombre que viene de otra obra del compositor jerezano. Dirigía un chaval de 17 años llamado Pedro Gálvez. Estudiaba en el Conservatorio y venía recibir algunas asignaturas en el instituto donde yo trabajo. Como allí tenía horas libres, a veces se escapaba a mis clases de Historia del Arte, cosa que agradecía. Aunque no le traté mucho –no era alumno, no estaba matriculado en mis materias–, pudimos hablar de música en varias ocasiones. Intenté darle los consejos más normales, como que había que hacer un esfuerzo muy grande, o distinguir entre ejecución e interpretación, esto es, que un director tiene que tener cosas que decir y, además, saber cómo decirlas. Pero quizá el consejo importante fue el que le escuché una vez dárselo un viejecito en Sevilla a un joven músico: “salir al extranjero, buscarse un buen maestro y trabajar mucho, mucho, mucho, mucho, mucho”. Recuerdo muy bien esas palabras. El anciano, le dije a Pedro, se llamaba Sergiu Celibidache.

Cuando el curso acababa me invitaron a un concierto. Había en plantilla varios alumnos míos a los que sí daba clase. Los resultados fueron muy malos, pero no dije nada a nadie. Total, el evento había tenido lugar en un local destinado por el consistorio, la Sala Paul, a chavales que quería organizar sus actos, era muy bonito verles tan contentos y me parece altamente positivo que estas cosas se hagan para entrenar, siempre y cuando sea en marcos adecuados.

Pasó un año. Los alumnos eran ya exalumnos. Me dijeron que fuese a la catedral, a un concierto benéfico con el nuevo obispo presente. Sibelius, Mendelssohn, Grieg, Tchaikovsky, Beethoven (¡dos movimientos sueltos de la Quinta!) y los Campos andaluces de Beigbeder entre otras cosas. La ejecución fue pésima: nunca en mi vida había escuchado a una orquesta tocar de esa forma. De interpretación, ni hablemos (imaginen la Cueva del rey de la montaña, todo percusión en la acústica catedralicia). El público, es decir, las familias de los chavalines, arrebatadísimo. Yo salí enormemente triste. Me dolió ver a exalumnos muy queridos tocar así, y a un chico que había apreciado enorgullecerse aun dirigiendo con evidente falta de preparación. Escribí este artículo a ver si mis líneas servían para la reflexión. Fallé, porque sentaron fatal. Que qué me he creído yo. Y siguieron en su línea, aunque con músicas mucho menos exigentes. ¡Cómo gustan en Jerez las marchas de Semana Santa!


Luego me entero de la otra historia, la que hay detrás de todo el asunto. Al parecer, Gálvez salió de la Beigbeder buscando empuñar la batuta cuanto antes. Cogió a unos pocos jóvenes llenísimos de ilusión, pero muy necesitados de trabajo duro y de un director con experiencia, y los utilizó para formar su orquesta. Le puso nombre “beigbederiano”, obviamente “por casualidad”. También hizo una formación de cámara paralela; precisamente Gálvez había salido de la Camerata primitiva (foto aquí de cuando todos iban juntos). Y el chico empezó una maniobra muy peculiar, que es la de ofrecerse gratuitamente en aquellas cosas que los de la Beigbeder hacían cobrando de manera más o menos simbólica. Como en Jerez hay poco dinero y no siempre mucho entendimiento sobre si se toca bien o menos bien, los compromisos con unos empezaron a pasar a los otros. Aunque no conozco a ninguno de ellos, imagino la cara que se les pondría tanto a los fundadores de la Beigbeder como a sus integrantes cuando se enteraban de que en esta ocasión no los llamaban a ellos, sino a los otros. Al mismo tiempo, buscó el ala protectora del Ayuntamiento con aquello de “os vamos a ofrecer no sé cuantos conciertos gratis”. Foto por aquí, foto por allá, que eso es lo que importa, y el consistorio presumiendo por hacer actividades culturales que no le salían por un euro (anécdota: mi conferencia de hace unos meses sobre arquitectura de Alfonso X  me dijeron que no me la pagaban con dos días de antelación, porque "no había de dónde tirar").

El remate del asunto llega cuando escribo sobre el reciente homenaje a Beigbeder de la “orquesta madre": aunque me ponen a caldo, aprovechan algunas de las cosas que digo para atacar a sus antiguos amigos. ¡Eso es rizar el rizo! Made in Jerez total.

Por otra parte, según este chaval de 20 años no tengo el menor derecho a opinar sobre si la obra de Beigbeder es mala o sobre si él tiene técnica de batuta. Pues mire usted, Don Pedro, no sé pintar pero puedo hablar de las desiguales calidades de, qué se yo, Valdés Leal frente a Velázquez, o de los lienzos de Joaquín Turina padre frente a los de Joaquín Sorolla. Como yo, millones de amantes del arte en el mundo. Y no sé empuñar una batuta, efectivamente, pero sí distinguir si los cuarenta miembros de una orquesta tocan empastados o van cada uno por su lado, cosa que también saben hacer miles, cientos de miles y millones de melómanos que acuden regularmente a conciertos, escuchan discos y esas cosas raras que hacemos los aficionados a la música.

Yo llevo desde 1991 presenciando conciertos sinfónicos de manera constante, a orquesta de todo pelaje y condición, por aquí y en el extranjero; tengo miles de discos en casa; he escrito cientos y cientos de reseñas de grabaciones y de eventos en vivo en prensa escrita y en internet. Quiero creer que a mis cincuenta tacos empiezo a tener cierta idea del asunto. Con veinte o veintiuno, la verdad, no se me hubiera ocurrido ir presentándome como un joven prodigio de la crítica musical, aunque leía mucho las revistas especializadas y sabía distinguir si Barenboim, Celibidache, Mehta, Chailly, Maazel, Rostropovich, Muti o Jansons, a los que pude escuchar ya por entonces en directo, habían hecho bien esa noche el Beethoven, el Brahms, el Berg o el Britten que había sobre los atriles. Empecé a escribir más tarde, poco a poco y cometiendo muchas torpezas. Tuve que trabajar duro, echarle muchísimas horas y sacrificar cosas importantes en mi vida (¡mis investigaciones de arte medieval!) para aprender. Pero hoy día lo que los "talent shows" y esas "academias" de la tele te dicen es que en muy poco tiempo puedes llegar a lo más alto, que por lo visto significa adquirir fama. Y pasa lo que pasa.

Como ven ustedes, musicalmente Jerez tiene poco arreglo. De los Campos andaluces no quiero saber nada más. Guardaré en mi memoria con mucho cariño a los chavales que trabajaron en ella con ilusión, y borro de manera inmediata de mi vida a su director, que ha demostrado muy a las claras qué busca y cómo lo pretende conseguir. En cuanto a los otros, a los de la Beigbeder, guardo la esperanza de que se olviden de homenajes y de maniobras extrañas con Manuel Alejandro y compañía, que José Colomé les ponga firmes, que trabajen duro y que, de una vez por todas, tengamos en Jerez una formación digna de una ciudad de 200.000 habitantes.

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