viernes, 1 de noviembre de 2019

Barragán, Stadler y Pérez Floristán en el Villamarta

Ya he escrito sobre ellos en varias ocasiones, pero voy a insistir una vez más: Pablo Barragán (Marchena, 1987) y Juan Pérez Floristán (Sevilla, 1993) no son dos chavales de por aquí que lo hacen estupendamente y a los que hay que prestarles la debida atención. Son dos músicos de técnica superlativa que ya han alcanzado plenamente una primera madurez artística y que pueden codearse sin problemas con las más grandes figuras a nivel mundial.

En los comentarios a su disco con música de Brahms y a su recital en el Maestranza del pasado diciembre con música del hamburgués y de Robert Schumann ya dejé bien claro los prodigios que estos dos jóvenes pueden hacer juntos o en compañía de otros. En aquellas dos ocasiones contaron con la colaboración de Andrei Ioniţă. Ayer 31 de octubre en el Teatro Villamarta ofrecieron Mozart, Beethoven y nuevamente Brahms con un violonchelista diferente: Alexey Stadler (San Petersburgo, 1991), un señor de currículo considerable que a mi entender encaja estupendamente con las maneras de hacer de sus dos compañeros. A despecho de alguna inseguridad en Mozart, el ruso tocó muy bien, fraseó con enorme naturalidad y dialogó de maravilla. Pero bueno, ¿cuál es la estatura real del artista? Aquí podemos echar mano del disco para hacernos una idea: si nos limitamos al Trío op. 11 beethoveniano, Stadler no alcanza a la intensísima Jacqueline Du Pré (con De Peyer y Barenboim), pero convence bastante más que el blando Heinrich Schiff (con Meyer y Buchbinder). Creo que contar con Stadler ha sido no solo un acierto, sino también un privilegio. Y ahora, vamos a por las interpretaciones.

En su monólogo antes de empezar el concierto –el sevillano suele dirigirse bastante al público, siempre derrochando inteligencia–, Pérez Floristán reivindicó a Mozart como autor eminentemente operístico en su concepto. Decir que “solo compuso óperas” puede parecer exagerado, pero no le falta buena parte de razón. Y bien que lo demostraron él y sus colegas con una interpretación del Trío Kegelstatt –en su versión con violonchelo en lugar de viola– vitalista, contrastada y teatral a más no poder. Nada que ver con ese Mozart ligero en el peor de los sentidos, equivocadamente frágil e irritantemente “bonito” que con frecuencia tenemos que soportar, aunque tampoco optaron por densidades fuera de tiesto. Fue la suya una lectura ágil mas no nerviosa, tan valiente como sensata en los claroscuros, intensísima pero siempre bajo control, y (¡sobre todo!) fraseada con ese peculiar sentido del canto al que hacía referencia el pianista.

El Trío Gassenhauer op. 11 de Beethoven es considerado por algunos expertos como una de las peores páginas de Beethoven. No estoy de acuerdo; si hay algo vulgar, eso es el tema de Joseph Weigl que da pie a las variaciones del tercer movimiento. Nuestro artistas ofrecieron una interpretación maravillosamente inmadura de la obra. Me explico: mientras algunos podemos preferir una visión más “honda” y reposada de la partitura, nuestros artistas se limitaron a ver en las notas una obra juvenil y la abordaron con un verdadero derroche de adrenalina. Con rapidez, con nervio y con garra, pero también dejándose llevar por la vertiente más espectacular de la música: por momentos, el pianista parecía estar tocando la música de un dibujo animado. Lo que pasa es que lo hicieron todos con tal entrega y convicción, que engancharon de principio a fin en los movimientos extremos, mientras que en el segundo Pablo Barragán hizo gala de esa cualidad especial de su clarinete para imitar el habla humana, Stadler cantó con enorme sensibilidad y Pérez Floristán supo ofrecer detalles de verdadera exquisitez sin rozar siquiera el narcisismo.

En cuanto al sublime Trío Op. 114 de Brahms, nada nuevo con respecto al disco y el vivo en Sevilla salvo el reemplazo de Ioniţă por Stadler. Pero ahí siguieron, yo diría que todavía con un mayor grado de intensidad gracias a la referida sustitución, ese arrebato a punto del desbordamiento, esa tensión prodigiosamente planificada en el discurso horizontal, ese carácter dramático y sustancialmente sinfónico –de nuevo reveladoras las palabras previas del pianista– de la escritura brahmsiana y, desde luego, esa capacidad para ver en la música mucho antes emoción que belleza sonora. O expresado con mucha mayor propiedad: para ver en la belleza no un fin en sí mismo, sino un medio para expresar.

Una propina de Ginastera –arreglo del propio Pérez Floristán– que permitió al clarinetista ofrecer preciosos difuminados cerró una velada en la que el público, mucho más abundante de lo que se podía esperar, aplaudió con merecidísima intensidad.

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