jueves, 29 de noviembre de 2018

El arrollador Edgardo de Celso Albelo

Tras el concierto de la Filarmónica de Gran Canaria en Las Palmas pasé un par de días en Tenerife, una isla en la que jamás había estado y que me ha parecido fascinante, sobre todo teniendo en cuenta que he podido vivir en directo (¡y menuda vivencia!) aquellas cosas que yo mismo me veo obligado a imaginar en mis clases de geografía. Tampoco están mal la arquitectura y el arte que he visto, aunque en estas líneas lo que me corresponde es decir algunas cosas sobre la Lucia de Lammermoor organizada por la Ópera de Tenerife a la que asistí el sábado 24 en el auditorio diseñado por Santiago Calatrava, un edificio poco menos que fascinante desde el punto de vista plástico.


Me resulta inevitable comparar este Donizetti con el que hace muy poco pude escuchar en el Maestranza, máxime cuando la joven Leonor Bonilla, triunfadora de las funciones sevillanas, se encuentra muy vinculada a la ópera tinerfeña. En Santa Cruz la protagonista es Irina Lungu, cantante de prestigio que cantaba por primera vez el rol de Lucia. Los resultados han sido igualmente de alto nivel, pero con una gran diferencia con su colega: mientras Bonilla fue de más a menos, Lungu lo hizo de menos a más. La soprano sevillana se merienda con patatas a la rusa en “Regnava nel silenzio”, y creo que no únicamente porque su voz resulta ahí más flexible, sino también por un legato mucho más hermoso, un uso más sensible de los difuminados y una muy superior expresividad. Lungu cantó bien, pero la encontré fría e inexpresiva. En los enfrentamientos con Enrico y Raimondo –ofrecidos en su integridad, venturosamente– empezó a centrarse y pudo ir haciendo gala de una voz que, a la postre, es mucho más adecuada para el personaje –más carne en el centro y más peso en el grave- que la de Bonilla. Por eso mismo Lungu sí que estuvo a la altura en el fundamental sexteto, mientras que en toda la escena de la locura se encontró a sí misma y, pese a algunos muy puntuales resbalones canoros, demostró ser una gran artista ofreciendo una interpretación que, sin desdeñar las inflexiones propias del belcantismo, no se quedó en la mera belleza del canto, sino que supo atender a los matices psicológicos y transmitir sinceridad expresiva.
 

Celso Albelo jugaba en casa, si bien su abrumador éxito estuvo plenamente justificado desde el punto de vista artístico. Su Edgardo es muy diferente del de José Bros: si el catalán supera con inteligencia, técnica y musicalidad enormes las limitaciones de su instrumento, el canario triunfa luciendo una voz que es una maravilla por su volumen, homogeneidad y riqueza de armónicos, y haciendo gala de una línea de canto valiente, muy “echada para adelante”, en buena medida exhibicionista –lo que incluye algunas meteduras de pata, todo hay que decirlo–, pero con una virilidad, una vehemencia y una fuerza expresiva ante las que resulta difícil resistirse. Si controlase su tendencia a lucirse y corrigiese esas poses escénicas de tenor a la antigua usanza, mejoraría aún más su arrollador Edgardo.

No me gustó el Enrico de Andrei Kymach, barítono ucraniano cuyo magnífico instrumento se encuentra desaprovechado desde el punto de vista técnico y expresivo debido a un fraseo más bien tosco, incluso primario. Mucho mejor el Raimondo de Gabriele Sagona, jovencísimo bajo de voz lírica pero bastante sólida que llegó con el tiempo justo para sustituir –desde la primera de las tres funciones, la mía era la última– al cantante inicialmente previsto, demostrando un muy considerable potencial. Excelentes la Alisa de Vittoria Vimercati y el Normanno de Klodjan Kacani.

El coro estuvo muy correcto, aunque la gran baza de los cuerpos estables es la Sinfónica de Tenerife, a la que es una gloria escuchar en el foso: nada que ver con el sufrimiento que tenemos que padecer en todas y cada una de las funciones operísticas del Teatro Villamarta de mi tierra. Ni con la mera solvencia de un Teatro Real o de un Liceo, dicho sea de paso. Otra cosa es la labor de Christopher Franklin, maestro que me pareció muy interesante dirigiendo Peter Grimes en Les Arts y que en Lucia, a mi entender, se limitó a concertar con enorme técnica y sin caer en la menor vulgaridad. No estuvo mal, pero se le puede sacar más partido a la obra maestra de Donizetti.


El regista Nicola Berloffa defiende con inteligencia en el programa de mano su propuesta escénica. El problema es que leyéndole convence por completo, pero viendo los resultados lo hace bastante menos. Desconcierta la ambientación, y no tanto porque la acción se traslade a la Escocia de los años cuarenta del pasado siglo como por la pérdida de esa atmósfera romántica que la música necesita: sustituir la fuente, el castillo o la torre en medio de una tormenta por las diferentes salas de una vivienda termina resultando prosaico. Tampoco la dirección de actores fue del todo buena. Algo acartonada, más bien. Lo que sí funcionó de maravilla fue la escena de la locura, aprovechando el carácter giratorio de la escenografía para hacer deambular a Lucia por todas las estancias, lúgubre y sugestivamente iluminadas.

Muy en resumen, estupenda orquesta y digna batuta al servicio de un elenco de considerable altura –con el borrón del Enrico–, más una puesta en escena que se queda a medio camino pero que no llegó nunca a molestar. Ya quisiéramos escuchar habitualmente este repertorio con semejante nivel medio.

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