Trescientos euros el vuelo ida y vuelta de Jerez a Dusseldorf. Ciento setenta el tren a Bremen. Casi doscientos la entrada. Luego los hoteles, comidas y tal. Nunca me había gastado tanto dinero en un viaje pensado exclusivamente para escuchar música. Mereció la pena: el del pasado sábado en Die Glocken de Bremen protagonizado por Daniel Barenboim, Lang Lang y la West-Eastern Divan Orchestra ha sido uno de los mejores de mi vida de melómano, quizá junto con el que misma orquesta y director ofrecieron en el mismo lugar hace ahora un año y tuve la oportunidad de comentar aquí mismo.
El interés del asunto no radicaba en escuchar una Tercera
de Beethoven a Barenboim, porque su aproximación a la Heroica ya
se la conocíamos en directo y en disco. La que le pude escuchar en Colonia –editada
en CD por Decca– me pareció en su momento la versión de referencia, como
intenté explicar aquí
mismo. La cosa es ver qué hacía ahora, en esta fase de su
trayectoria que comenzó en la pandemia y que, quizá retroalimentada por las
enfermedades que padece, le ha llevado a modificar tanto en las formas como en
el fondo su manera de acercarse a la interpretación musical. ¿Ha cambiado a
mejor? Para mí, la respuesta es afirmativa. El tríptico final de Mozart
con la Orquesta de la Scala –ya no disponible en la web milanesa–, las
sinfonías Tercera y Cuarta de Brahms con la Filarmónica de
Berlín, la de Franck con la misma orquesta o La Grande de Schubert
que precisamente hizo con la WEDO marcan hitos de la interpretación musical. Lo
he escrito ya alguna vez, lo repito ahora: el Barenboim de los últimos cinco
años está a la altura del último Furtwängler y del Klemperer octogenario, y los
tres marcan el nivel más alto jamás alcanzado en el arte de la batuta. Cada
concierto, cada disco de estos tres maestros en los referidos periodos es un
verdadero acontecimiento, con independencia del mayor o menor acuerdo que
podamos tener con unos resultados que por fuerza han de ser arriesgados,
personalísimos y –por ende– muy discutibles.
En el obituario
a Pedro González Mira (¡cómo le hubiera gustado escuchar este concierto!)
ya intenté explicar por encima cómo ha sido esta Heroica. Vamos a ver si
logro afinar ahora, aunque me parece que es misión imposible: ¿cómo describir
lo inefable? Puedo quedarme en lo formal y limitarme a decir que la orquesta
era de tamaño grande; particularmente mórbido y carnoso el empaste, con claro
dominio de la cuerda y metales muy redondos; musculada la sonoridad, mucho
antes cálida que brillante, pero sin la robustez y opulencia de una Filarmónica
de Berlín, sino buscando esa particular tersura de la vieja tradición
centroeuropea que hoy conservan Leipzig y Dresde; lentos los tempi, pero manteniendo de maravilla el pulso; poco
incisivos los ataques, escasamente marcados los contrastes, amplio el legato y
generoso el vibrato, alejándose mucho de las interpretaciones “históricamente
informadas”; plena la cantabilidad, que se pone claramente por delante del
vigor rítmico; flexible la agógica, sin por ello dejarse llevar por arrebatos
temperamentales, sino partiendo de la concepción del discurso horizontal como
un todo orgánico en el cual lo que ocurre en un punto determinado puede condicionar
el desarrollo y, por ende, ha de ser tenido en cuenta para no perder la lógica de
la arquitectura.
Podría decir todo eso, pero me quedaría en la superficie. Al
fin y al cabo, cosas parecidas se podrían afirmar de una interpretación de, qué
sé yo, Colin Davis, Kurt Masur o Herbert Blomstedt. Hacer semejante ejercicio
de descripción formal, que es lo que los críticos que se autodefinen como “objetivos”
consideran como única opción válida frente a valoraciones “subjetivas” que
ellos consideran peligrosas, es tropezar con los árboles sin ser capaz de ver
el bosque. Lo siento, pero para apreciar toda la grandeza de la música tenemos
que ser también subjetivos.
¿Y cómo fue, si hemos de creer esa subjetividad de quien
escribe estas líneas, la Heroica escuchada en Bremen? Pues una
interpretación en la línea de la que Barenboim hizo con la misma orquesta
primero en Colonia y un años más tarde en los Proms, pero profundizando en un
sentido concreto: el clasicismo. Mucha atención, no confundamos “clasicismo”
con distanciamiento, interés prioritario por la belleza formal, ausencia de
pathos ni nada de eso. Con Barenboim quiere decir otra cosa, difícil de definir
pero que podría resumirse como una peculiar mezcla entre abstracción –utilicen
el término estilización si lo prefieren–, perfecto equilibrio entre fondo y
forma y un humanismo de altísimos vuelos. Con un rabillo del ojo Barenboim miró
a Mozart; no, no a Haydn por mucho que fuera este quien más influyera en
Beethoven. Con el otro miró a Schubert, al Schubert de –cómo no– La Grande,
y con él hacia el mismísmo Bruckner, pero sin que aquello sonara como esos
compositores, sino manteniéndose en el más ortodoxo “estilo beethoveniano”.
El lector ya lo está imaginando: este nuevo Beethoven
sinfónico de Barenboim se ha movido en la misma dirección en que lo hizo el Beethoven
pianístico del ciclo grabado durante la pandemia para Deutsche Grammophon. Sin
renunciar a los conflictos que anidan en la música, sin dejar de ofrecer toda la
hondura dramática, sin desatender a los aspectos más visionarios de la
escritura beethoveniana, se concede mayor espacio a la sensualidad, al lirismo frágil
y agridulce, a la espiritualidad, incluso a la paz interior…
Merece la pena detallar un poco. En el primer movimiento
Barenboim consigue aquello que maestros como Giulini, Celibidache, Colin Davis
o Nelsons intentaron para fracasar en el intento: ofrecer la máxima dosis posible
de cantabilidad, belleza sonora y elevación poética sin perder la energía, el
vigor dramático y la tensión armónica aquí imprescindibles. Barenboim ya lo
había hecho antes, en Colonia y en los Proms, y más todavía con la Staatskapelle
de Berlín en una descomunal filmación de 2022 que emitió el canal Arte. Puede que
ahora en Bremen haya alcanzado una inspiración aún superior a esta última. O
quizá no, pero de que sí estoy seguro es de que, al igual que ha hecho a lo
largo de estos últimos cincuenta años con las sonatas para piano, cada vez que
este señor empuña la batuta ofrece cosas distintas. Hay acentos que esta vez no
se escucharon, mientras que otros hicieron su aparición –particularmente en la
sección de desarrollo de la estructura sonata– para arrojar nuevas luces sobre
una música architrillada, hasta el punto de que quien a ustedes se dirige varias
veces se llevó las manos a la cara diciendo “increíble, cómo se le ha ocurrido
hacer eso ahí”. Ya les digo, descomunal.
Este mismo adjetivo se puede aplicar a la marcha fúnebre. Para
empezar, fue una recreación lentísima: cronometré 19 minutos exactos, una
barbaridad frente a los 14:43 de Klemperer, 15:59 de Barenboim en Colonia, 17:19
de Giulini/Los Ángeles, 17:40 de Bernstein/Viena, 18:04 de Barenboim/Teldec, 18:10
de Furtwängler/1952 y 18:56 de Celibidache –en este último he restado el
silencio al final del track–, por citar algunos referentes. El control del
edificio sinfónico fue tal por parte del maestro que la tensión interna se
mantuvo siempre firme; quien hable de pesadeces y morosidades estará confundiendo
la velocidad con el tocino. De hecho, solo cuando miré el reloj me di cuenta de
que Barenboim había batido todos los récords.
Esta del segundo movimiento fue también una lectura cálida,
reflexiva y humanística a más no poder. Por descontado, conozco recreaciones
más escarpadas y rebeldes, más marcadas por el desgarro, pero ninguna que logre
fusionar de manera tan excepcional los aspectos dolientes con lo que tiene de
reflexivo aportando, al mismo tiempo, una dosis impresionante de grandeza
espiritual: por momentos se asomaba Anton Bruckner. Con el resultado mucho
tuvieron que ver unas trompas y un timbalero en auténtico estado de gracia,
aunque a decir verdad toda la orquesta realizó una labor superlativa.
En el Scherzo Barenboim apostó por una visión menos
impetuosa de lo que en él cabria esperar. Es verdad que en el Trío las trompas,
rústicas y valientes, parecían mirar a la Romántica bruckneriana, pero hubo
más espacio de lo habitual para la sensualidad, la amabilidad, la contemplación
paisajística y hasta la relajación, sin que por ello la empastadísima cuerda de
la WEDO dejara de sonar con el músculo y el vigor que la partitura demanda.
No sé si arriesgarme a decir que el Finale, ampliamente
paladeado en lo melódico (conté 14:55 frente a los 12:12 de Colonia) fue lo más
sorprendente de esta interpretación. Los grandes maestros tienden a plantearlo bien
desde un ángulo épico, bien subrayando conflictos e intentando exorcizar –Klemperer
lo hacía tirando de su genial humor corrosivo– las variaciones que menos
encajan con semejante prisma. Barenboim parece haberse dicho que no, que todas
y cada una de esas variaciones tienen algo que decir no solo musicalmente, sino
también en lo expresivo, como si conformasen un catálogo-resumen de toda la
experiencia humana. Y aquí surge de nuevo la manoseada palabreja: humanismo. Les
aseguro que nunca he escuchado una versión de altura que profundice de
semejante manera en lo que esta música tiene –también tiene, junto con muchas
otras cosas– de amable, pícaro y risueño, de tierno y acariciador; de sensual
incluso. La gracia es que el maestro no lo consigue mediante el contraste, sino
más bien desde la integración de todos esos elementos, otorgando plena continuidad
a la estructura de tema y variaciones hasta alcanzar un final cuya grandeza
optimista –definitiva superación del conflicto mediante la reconciliación–
parece apuntar al Himno a la Alegría. Si por medio hubo una elegía a las muchas
personas que sufren en Israel y Gaza –recuérdese de qué orquesta estamos
hablando– es algo que queda a la libre imaginación de los que estábamos allí. De
lo que si estoy seguro es de que esta obra maestra absoluta beethoveniana nunca
me había gustado tantísimo como esa tarde de sábado en Bremen. Que en la gira de
la WEDO no se vaya a hacer ninguna grabación radiofónica es una verdadera
desgracia musical.
PD. Me ha quedado tan larga esta reseña que la primera parte
del concierto, el Mendelssohn con Lang Lang, la dejo para la entrada siguiente.
Fotografías: © Manuel Vaca. Agradecimiento especial al autor por su amabilidad en el envío.
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