martes, 12 de agosto de 2025

Heroica de Beethoven por Barenboim y la WEDO en Bremen: la plenitud del humanismo

Trescientos euros el vuelo ida y vuelta de Jerez a Dusseldorf. Ciento setenta el tren a Bremen. Casi doscientos la entrada. Luego los hoteles, comidas y tal.  Nunca me había gastado tanto dinero en un viaje pensado exclusivamente para escuchar música. Mereció la pena: el del pasado sábado en Die Glocken de Bremen protagonizado por Daniel Barenboim, Lang Lang y la West-Eastern Divan Orchestra ha sido uno de los mejores de mi vida de melómano, quizá junto con el que misma orquesta y director ofrecieron en el mismo lugar hace ahora un año y tuve la oportunidad de comentar aquí mismo.

El interés del asunto no radicaba en escuchar una Tercera de Beethoven a Barenboim, porque su aproximación a la Heroica ya se la conocíamos en directo y en disco. La que le pude escuchar en Colonia –editada en CD por Decca– me pareció en su momento la versión de referencia, como intenté explicar aquí mismo. La cosa es ver qué hacía ahora, en esta fase de su trayectoria que comenzó en la pandemia y que, quizá retroalimentada por las enfermedades que padece, le ha llevado a modificar tanto en las formas como en el fondo su manera de acercarse a la interpretación musical. ¿Ha cambiado a mejor? Para mí, la respuesta es afirmativa. El tríptico final de Mozart con la Orquesta de la Scala –ya no disponible en la web milanesa–, las sinfonías Tercera y Cuarta de Brahms con la Filarmónica de Berlín, la de Franck con la misma orquesta o La Grande de Schubert que precisamente hizo con la WEDO marcan hitos de la interpretación musical. Lo he escrito ya alguna vez, lo repito ahora: el Barenboim de los últimos cinco años está a la altura del último Furtwängler y del Klemperer octogenario, y los tres marcan el nivel más alto jamás alcanzado en el arte de la batuta. Cada concierto, cada disco de estos tres maestros en los referidos periodos es un verdadero acontecimiento, con independencia del mayor o menor acuerdo que podamos tener con unos resultados que por fuerza han de ser arriesgados, personalísimos y –por ende– muy discutibles.

En el obituario a Pedro González Mira (¡cómo le hubiera gustado escuchar este concierto!) ya intenté explicar por encima cómo ha sido esta Heroica. Vamos a ver si logro afinar ahora, aunque me parece que es misión imposible: ¿cómo describir lo inefable? Puedo quedarme en lo formal y limitarme a decir que la orquesta era de tamaño grande; particularmente mórbido y carnoso el empaste, con claro dominio de la cuerda y metales muy redondos; musculada la sonoridad, mucho antes cálida que brillante, pero sin la robustez y opulencia de una Filarmónica de Berlín, sino buscando esa particular tersura de la vieja tradición centroeuropea que hoy conservan Leipzig y Dresde; lentos los tempi,  pero manteniendo de maravilla el pulso; poco incisivos los ataques, escasamente marcados los contrastes, amplio el legato y generoso el vibrato, alejándose mucho de las interpretaciones “históricamente informadas”; plena la cantabilidad, que se pone claramente por delante del vigor rítmico; flexible la agógica, sin por ello dejarse llevar por arrebatos temperamentales, sino partiendo de la concepción del discurso horizontal como un todo orgánico en el cual lo que ocurre en un punto determinado puede condicionar el desarrollo y, por ende, ha de ser tenido en cuenta para no perder la lógica de la arquitectura.

Podría decir todo eso, pero me quedaría en la superficie. Al fin y al cabo, cosas parecidas se podrían afirmar de una interpretación de, qué sé yo, Colin Davis, Kurt Masur o Herbert Blomstedt. Hacer semejante ejercicio de descripción formal, que es lo que los críticos que se autodefinen como “objetivos” consideran como única opción válida frente a valoraciones “subjetivas” que ellos consideran peligrosas, es tropezar con los árboles sin ser capaz de ver el bosque. Lo siento, pero para apreciar toda la grandeza de la música tenemos que ser también subjetivos.

¿Y cómo fue, si hemos de creer esa subjetividad de quien escribe estas líneas, la Heroica escuchada en Bremen? Pues una interpretación en la línea de la que Barenboim hizo con la misma orquesta primero en Colonia y un años más tarde en los Proms, pero profundizando en un sentido concreto: el clasicismo. Mucha atención, no confundamos “clasicismo” con distanciamiento, interés prioritario por la belleza formal, ausencia de pathos ni nada de eso. Con Barenboim quiere decir otra cosa, difícil de definir pero que podría resumirse como una peculiar mezcla entre abstracción –utilicen el término estilización si lo prefieren–, perfecto equilibrio entre fondo y forma y un humanismo de altísimos vuelos. Con un rabillo del ojo Barenboim miró a Mozart; no, no a Haydn por mucho que fuera este quien más influyera en Beethoven. Con el otro miró a Schubert, al Schubert de –cómo no– La Grande, y con él hacia el mismísmo Bruckner, pero sin que aquello sonara como esos compositores, sino manteniéndose en el más ortodoxo “estilo beethoveniano”.

El lector ya lo está imaginando: este nuevo Beethoven sinfónico de Barenboim se ha movido en la misma dirección en que lo hizo el Beethoven pianístico del ciclo grabado durante la pandemia para Deutsche Grammophon. Sin renunciar a los conflictos que anidan en la música, sin dejar de ofrecer toda la hondura dramática, sin desatender a los aspectos más visionarios de la escritura beethoveniana, se concede mayor espacio a la sensualidad, al lirismo frágil y agridulce, a la espiritualidad, incluso a la paz interior…

Merece la pena detallar un poco. En el primer movimiento Barenboim consigue aquello que maestros como Giulini, Celibidache, Colin Davis o Nelsons intentaron para fracasar en el intento: ofrecer la máxima dosis posible de cantabilidad, belleza sonora y elevación poética sin perder la energía, el vigor dramático y la tensión armónica aquí imprescindibles. Barenboim ya lo había hecho antes, en Colonia y en los Proms, y más todavía con la Staatskapelle de Berlín en una descomunal filmación de 2022 que emitió el canal Arte. Puede que ahora en Bremen haya alcanzado una inspiración aún superior a esta última. O quizá no, pero de que sí estoy seguro es de que, al igual que ha hecho a lo largo de estos últimos cincuenta años con las sonatas para piano, cada vez que este señor empuña la batuta ofrece cosas distintas. Hay acentos que esta vez no se escucharon, mientras que otros hicieron su aparición –particularmente en la sección de desarrollo de la estructura sonata– para arrojar nuevas luces sobre una música architrillada, hasta el punto de que quien a ustedes se dirige varias veces se llevó las manos a la cara diciendo “increíble, cómo se le ha ocurrido hacer eso ahí”. Ya les digo, descomunal.

Este mismo adjetivo se puede aplicar a la marcha fúnebre. Para empezar, fue una recreación lentísima: cronometré 19 minutos exactos, una barbaridad frente a los 14:43 de Klemperer, 15:59 de Barenboim en Colonia, 17:19 de Giulini/Los Ángeles, 17:40 de Bernstein/Viena, 18:04 de Barenboim/Teldec, 18:10 de Furtwängler/1952 y 18:56 de Celibidache –en este último he restado el silencio al final del track–, por citar algunos referentes. El control del edificio sinfónico fue tal por parte del maestro que la tensión interna se mantuvo siempre firme; quien hable de pesadeces y morosidades estará confundiendo la velocidad con el tocino. De hecho, solo cuando miré el reloj me di cuenta de que Barenboim había batido todos los récords.

Esta del segundo movimiento fue también una lectura cálida, reflexiva y humanística a más no poder. Por descontado, conozco recreaciones más escarpadas y rebeldes, más marcadas por el desgarro, pero ninguna que logre fusionar de manera tan excepcional los aspectos dolientes con lo que tiene de reflexivo aportando, al mismo tiempo, una dosis impresionante de grandeza espiritual: por momentos se asomaba Anton Bruckner. Con el resultado mucho tuvieron que ver unas trompas y un timbalero en auténtico estado de gracia, aunque a decir verdad toda la orquesta realizó una labor superlativa.

En el Scherzo Barenboim apostó por una visión menos impetuosa de lo que en él cabria esperar. Es verdad que en el Trío las trompas, rústicas y valientes, parecían mirar a la Romántica bruckneriana, pero hubo más espacio de lo habitual para la sensualidad, la amabilidad, la contemplación paisajística y hasta la relajación, sin que por ello la empastadísima cuerda de la WEDO dejara de sonar con el músculo y el vigor que la partitura demanda.

No sé si arriesgarme a decir que el Finale, ampliamente paladeado en lo melódico (conté 14:55 frente a los 12:12 de Colonia) fue lo más sorprendente de esta interpretación. Los grandes maestros tienden a plantearlo bien desde un ángulo épico, bien subrayando conflictos e intentando exorcizar –Klemperer lo hacía tirando de su genial humor corrosivo– las variaciones que menos encajan con semejante prisma. Barenboim parece haberse dicho que no, que todas y cada una de esas variaciones tienen algo que decir no solo musicalmente, sino también en lo expresivo, como si conformasen un catálogo-resumen de toda la experiencia humana. Y aquí surge de nuevo la manoseada palabreja: humanismo. Les aseguro que nunca he escuchado una versión de altura que profundice de semejante manera en lo que esta música tiene –también tiene, junto con muchas otras cosas– de amable, pícaro y risueño, de tierno y acariciador; de sensual incluso. La gracia es que el maestro no lo consigue mediante el contraste, sino más bien desde la integración de todos esos elementos, otorgando plena continuidad a la estructura de tema y variaciones hasta alcanzar un final cuya grandeza optimista –definitiva superación del conflicto mediante la reconciliación– parece apuntar al Himno a la Alegría. Si por medio hubo una elegía a las muchas personas que sufren en Israel y Gaza –recuérdese de qué orquesta estamos hablando– es algo que queda a la libre imaginación de los que estábamos allí. De lo que si estoy seguro es de que esta obra maestra absoluta beethoveniana nunca me había gustado tantísimo como esa tarde de sábado en Bremen. Que en la gira de la WEDO no se vaya a hacer ninguna grabación radiofónica es una verdadera desgracia musical.

PD. Me ha quedado tan larga esta reseña que la primera parte del concierto, el Mendelssohn con Lang Lang, la dejo para la entrada siguiente.

Fotografías: © Manuel Vaca. Agradecimiento especial al autor por su amabilidad en el envío.

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