Cuando a las ocho de la tarde del sábado 9 salí del concierto de Daniel Barenboim y la WEDO en Bremen le envié varios mensajes de WhatsApp. Yo sabía que él nunca fue partidario de semejante tipo de explosiones de júbilo (“esa vieja historia de que la última interpretación es la mejor de todas me la sé perfectamente”, me espetó una vez). Sin embargo, por una parte sentía enormes ganas de contarle lo recién escuchado a quien tanto me había ayudado a apreciar el arte de la interpretación musical. Por otra, pensé ingenuamente que a quien arrastraba una dolorosa enfermedad desde hace tiempo –cuatro años atrás me confesaba que le habían dado cinco de vida, y que ya entonces los había consumido– le podría venir bien saber que un señor nacido en Buenos Aires y con aspecto físico seriamente desmejorado había sido capaz de dirigir, además de un enorme Mendelssohn, la Sinfonía Heroica más hermosa, humanística y emotiva jamás escuchada; la de más mórbido empaste, la de flexibilidad más lógica y sutil, la mejor cantada en sus melodías, la más rústica y valiente (¡qué trompas!) en el Trío del Scherzo, la capaz de ir más lejos en carácter visionario sin hacer por ello una interpretación “romántica”, sino manteniéndose estrictamente dentro del más depurado clasicismo… Los mensajes no fueron leídos. Debe de estar más chungo, pensé. A la mañana siguiente me enteré de que Pedro González Mira había fallecido.
Nunca tuve una relación intensa
con él –ni siquiera llegué a conocer a su esposa–, pero sí que tuvimos apasionadas
conversaciones telefónicas a lo largo de estos últimos veinticinco años; a
veces extremadamente breves, a veces muy largas. Nos parecíamos mucho en determinadas
cosas. En los gustos musicales, por ejemplo. También en padecer enormes
despistes en todo y a casi todas horas. Y en el temperamento, muy combativo al tiempo
que con una importante dosis de introversión. Detestaba adular o que le adularan.
Le importaba poquísimo quedar bien, y era capaz de soltarte en la cara lo que realmente
pensaba sin importarle un pimiento tu reacción. Ahora recuerdo cuando en
Valencia tuve que comprarme una camisa de manera improvisada, en cuanto me vio
me dijo que me quedaba horrible, que se me notaba en exceso el barrigón y que
tenía pésimo gusto vistiendo. Todo era verdad, por supuesto. Tampoco yo me
callaba la boca. Recuerdo que una vez le eché en cara que no había sido sincero
en sus críticas positivas del lamentable ciclo Beethoven de Abbado con Berlín y
de la Sexta del mismo autor por Carlos Kleiber. Me reconoció lo
referente a lo primero, no así lo de la polémica Pastoral: es una enorme
versión, me terminó diciendo. Tendré que volver a escucharla. Se lo debo.
Algunos le acusan de aplaudir acríticamente todo lo que hacía Barenboim. Falso: en nuestras conversaciones a veces ponía seriamente en entredicho ciertas posturas del músico porteño. Sí que es cierto que fue uno de sus grandes defensores en España en unos momentos en los que otros críticos –todos ellos por entonces jóvenes, pero ya muy relevantes– se mostraron incapaces de reconocer el talento del maestro aferrándose a aquello, bochornosamente escrito en las páginas de Scherzo, de “correcto pianista metido a director" (sic). Y sin duda fueron Ángel Carrascosa y él quienes iniciaron toda una línea de crítica musical que fue pronto contestada por otra, radicalmente opuesta en casi todo, abierta por Arturo Reverter y Enrique Pérez Adrián. Líneas ambas que van mucho más allá del “Barenboim sí/Barenboim no”, como también del “cantantes de ahora/cantantes del pasado”, dicho sea de paso.
Como ya dije cuando tuve la oportunidad de reseñar su novela autobiográfica, Pedro ha sido el crítico que más me ha influido de todos. Pero mucho ojo, no tanto en lo que se refiere a “revelarme” cuáles son los grandes artistas y cuáles no, los mejores discos y los peores, sino en algo bien distinto: en la necesidad de estar continuamente discutiendo con uno mismo y con los demás todas las ideas, especialmente aquellas que vienen preconcebidas. Le encantaba llevar la contraria. ¡Y llevársela a sí mismo! Lo hacía en sus textos, y lo hacía también en las conversaciones de tú a tú, en estas últimas –lógicamente– con mayor vehemencia y sin pelos en la lengua. Aprendí mucho leyéndole, y más todavía conversando con él, porque no era de los de “tal versión es un poquito mejor que esta y mucho mejor que aquella otra, pero no tanto como esa que todos sabemos”, sino de los de “¿y si la cosa es distinta a lo que tú piensas?”. González Mira era el antidogmático por excelencia. O sea, todo lo contrario de la inmensa mayoría de los críticos musicales.
Tuve la suerte de que
prologara mi libro sobre Daniel Barenboim. No estaba seguro de que fuera a aceptar
la invitación, porque las cosas no habían quedado del todo bien entre él y yo
después de mi marcha de Ritmo. Pero escribió. Y lo hizo a su manera particular,
relatando cómo se inició en esto de la música. Yo sabía lo que en realidad era ese
prólogo, y no podía sentirme más honrado: era su testamento. Pedro se estaba
despidiendo, pero eso solo lo sabíamos los pocos que estábamos al tanto de su
enfermedad. El crítico Javier del Olivo vapuleó
el citado libro en Platea Magazine precisamente por eso, porque en
algunas pocas –muy pocas– páginas tanto el prologuista como yo hablábamos de nosotros
mismos. Me hubiera gustado decirle “mire usted, señor Del Olivo, si esta persona
nos cuenta todo eso es porque se está muriendo y, por una vez, quiere compartir
sus experiencias de juventud con otros melómanos”, pero por razones obvias no
podía hacerlo.
Por entonces tuve una idea
loca que no se llegó a materializar: publicar una selección con las más
interesantes críticas a lo largo de su trayectoria. Tenía editor plenamente
dispuesto, y a Pedro le hizo mucha ilusión, pero topé con un problema: no había
conservado copia digital de casi nada. Había que extraer de cada una de las páginas
de Ritmo ya previamente escaneadas en su web. Compré el mejor programa de OCR
posible y empecé con la labor, pero al cabo de algunas semanas tuve que
dejarlo: el escaneo que se había hecho era defectuoso, las columnas se
mezclaban unas con otras, y tras el reconocimiento de texto había que realizar
una extremadamente minuciosa labor de corrección. Tengo por ahí un documento
con montones de críticas ya transcritas y corregidas, pero me temo que nunca serán
editadas en formato físico. Una pena.
Más recientemente, y habiéndole
concedido la naturaleza una importante prórroga sobre esos cinco años
inicialmente previstos, Pedro decidió retomar la idea del prólogo del libro de
Barenboim y convertirla en presunta novela, en realidad mitad autobiografía y
mitad reflexión sobre el valor –quizá el nulo valor– de la crítica musical. Aquí
hablé de ella, pero me arrepiento muchísimo de no haberle enviado a tiempo el
cuestionario de preguntas que le prometí. ¡Cuántas cosas interesantes podría
haber añadido! È tardi.
Ah, la música de Brahms que he puesto es exactamente la que él pedía para su entierro en El poder de la música. Gracias, Pedro, por hacernos pensar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario