jueves, 10 de julio de 2025

Thielemann hace Liszt y Strauss en Berlín: el último kapellmeister

Dije en la entrada anterior que había estado en la Philharmonie berlinesa escuchando a Christian Thielemann con la Staatskapelle de Berlín. Se trataba, para concretar, del último concierto sinfónico de la temporada de la Staatsoper, celebrado el día antes en la propia sede de la Unter den Linden. Su programa, al parecer, forma parte de un proyecto singular: ofrecer la totalidad de los poemas sinfónicos de Franz Liszt en combinación con los lieder orquestales de Richard Strauss. A mí me tocaron Lo que se escucha en la montaña y Tasso, lamento y triunfo, los dos primeros de la serie lisztiana, mientras que de las canciones del autor de Salomé se nos ofreció un ramillete adecuado a la voz particularmente ligera de la soprano Erin Morley, convocada para la ocasión.

Puedo confirmar que la Staaskapelle se encuentra en el mismo maravilloso estado en el que poco a poco la fue dejando Daniel Barenboim, quien supo mantener la tradición de su sonido al tiempo que arreglaba las obvias insuficiencias que presentaba cuando se hizo cargo de ella. Creo que Thielemann está mucho mejor como titular aquí que con los Berliner Philharmoniker a los que aspiraba a liderar, por la sencilla razón de que esta formación, aunque dedicada sobre todo a la ópera, suena exactamente a lo que él anda buscando: una orquesta centroeuropea a la antigua usanza. No sé si fue por su mal carácter o por sus ideas políticas ultraderechistas por lo que tuvo que abandonar Múnich y Dresde, pero aquellas eran formaciones que respondían a su perfil, tanto como ahora lo hace la formación berlinesa. Perfil que no es otro que el de un kapellmeister a la antigua usanza, para lo bueno y para lo menos bueno.

El asunto quedó claro con las dos interpretaciones lisztianas. En los días previos al concierto me machaqué algunas versiones en disco. En Lo que se escucha en la montaña me recordó poco a la interpretación lenta, honda y de tensiones admirablemente sostenidas de un Haitink, y nada a la morosa aunque noble en su fraseo de Michel Plasson. Es verdad que tampoco me recordó, siguiendo con el repaso discográfico, a la sosería de Noseda. La grabación que me trajo a la mente fue la de Kurt Masur con la Staatskapelle de Dresde. Sonoridad perfecta, densa sin pasarse en el músculo, cálida y de empaste redondo, descansando con claridad en la cuerda; fraseo muy natural, mucho antes orgánico que basado en el ímpetu rítmico, poco incisivo; flexibilidad en su punto justo, sin espacio para grandes juegos agógicos ni dinámicos. Pero junto a todo esto hay que añadir escasez de riesgo expresivo, personalidad limitada, interés antes por la forma que por el contenido y escaso vuelo poético. Y claro, en un poema sinfónico tan reiterativo como el citado hace falta poner toda la carne en el asador para que el asunto funcione: con Thielemann todo estuvo en su sitio, pero la emoción no afloró en ningún momento. 

Tasso dista de ser una obra maestra, pero es mejor música. La versión del maestro berlinés se quedó lejísimos de la teatralidad y la garra dramática de un Solti, como también de la suntuosidad, de la sensualidad y de la elocuencia poética de su admiradísimo Karajan. ¿Saben a quién me recordó? Una vez más, a la eficacia a prueba de bombas pero limitada en la expresión de Herr Masur. Añadiría que Thielemann tendió a aligerar en exceso la música, no tanto en lo sonoro como en lo expresivo, llegando a pasarse de la raya en el "minueto" que ocupa el centro del poema: le sonó pimpante. Por lo demás, una gozada disfrutar de la orquesta, de sus magníficos solistas ahí estaba el oboe de Cristina Gómez Godoy y del solidísimo, transparente y sensible tratamiento que le dispensó una batuta que, con todas sus insuficiencias, demuestra amar esta música.

Richard Strauss ocupó los quince primeros minutos de la segunda parte: Ständchen, Meinem Kinde, Mein Auge, Das Bächlein, Freundliche Vision, Amor y la famosísima Zueignung. De voz pequeña, ligera y muy bien timbrada, fraseo natural, gran capacidad para las agilidades y fácil ascenso al sobreagudo, Erin Morley es una auténtica Zerbinetta, más no una vulgar soubrette. Cantó divinamente, con gusto exquisito y sin confundir sensualidad con blandura preciosa la canción de cuna ni coquetería con lo cursi. Una delicia. ¿Y Thielemann? Elegante, fluido y un prodigio en el tratamiento de las texturas, pero empeñándose en aligerar más aún unas orquestaciones que ya de por sí se encuentran alejadas de grandes opulencias. Yo sigo sin ver al gran intérprete del repertorio alemán que algunos, a partir de aquellos Meistersinger en Bayreuth, se empeñaron en aclamar, sino más bien al último de los kapellmeisters.

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