Dos discos de Karajan con la Filarmónica de Berlín comprados en la capital de Alemania por un euro cada uno. El primero trae cuatro oberturas de Rossini registradas en 1971 y tres de Suppè grabadas dos años atrás. De la de El barbero de Sevilla ya hablé en una discografía comparada; solo añadir aquí que, a veces, el legato hace estragos. Sonoridad robusta,
masiva, mucho antes sinfónica que operística, también para La gazza ladra. El fraseo es sensual, pero carece de ligereza y efervescencia rossinianas. Amplia
cantabilidad, cuerda suntuosa, portamentos fuera de lugar... Y todo planificado al
milímetro, sin que la música cobre auténtica vida. En definitiva, otro seductor
disparate estilístico.
La de Semiramide resulta irregular, pero sale mejor. Desmadre total en la introducción por parte de un Karajan
más Karajan que nunca, opulento y megasinfónico, que hace sonar con plenitud a
la fabulosa orquesta para desplegar una teatralidad que tiene que ver antes con
la tempestad que abre el Otello de Verdi que con el mundo
rossiniano. Por ventura, en el resto
sí que hace gala de la agilidad, la limpieza (¡extraordinaria!) y la minuciosa
planificación de los crescendi que esta música demanda, dejando bien claro que
su portentosa técnica le permitía hacer cualquier cosa. Otra cuestión es que
quisiera hacerlas.
No hace falta decir que la obertura de Guillaume Tell es la que mejor se adapta a las maneras de hacer de Karajan, como también la que permite mayor lucimiento de los prodigiosos solistas de su orquesta. Ofrece así el salzburgués, lejos ya de la frialdad de su anterior registro con la Philharmonia, una lectura eminentemente sinfónica, llena de sensualidad, refinamiento y belleza sonora, magníficamente planificada y sonada, poderosa cuando lo requiere, brillante en el mejor de los sentidos. Habrá quienes prefieran acercamientos más dramáticos, como también de mayor efervescencia, pero esta vez hay que descubrirse ante el maestro.
De Suppè nos ofrece Mañana, tarde y noche en Viena, Poeta y campesino y Caballería ligera. La deuda de esta música con Rossini resulta evidente, pero aún
mayores son sus diferencias. Y estas, claro está, juegan a favor de un Karajan
aquí como pez en el agua recreándose en la belleza sonora y en los grandes
contrastes dinámicos, aportando al mismo tiempo potencia expresiva y un
muy sano sentido del humor. ¿El problema? En la última de las páginas citadas
hay momentos en los que se desmadra pensando en la Obertura 1812.
El otro disco se grabó en junio y septiembre de 1980, con sonido ya digital, y se dedica a Offenbach. Contiene las oberturas de Orpheé aux
Enfers, Barbe-Bleue,
La Grande-Duchesse de Gerolstein, La Belle Hélène, Vert-Vert,
más la celebérrima Barcarola en el arreglo de Rosenthal. Toda esta música se amolda como un guante a
las maneras de hacer del Karajan tardío, es decir, el que había abandonado las
rigideces de la etapa Philharmonia y también ciertos desmanes de su etapa berlinesa pensados para impactar en el equipo doméstico. Es verdad que esos
contrastes dinámicos excesivos todavía hacen acto de presencia, aunque moderados, pero también
encontramos la delectación melódica, el refinamiento, la elegancia, la
sensualidad y –no se olvide– la brillantez que pide el universo de Offenbach,
sin miedo aquí a resultar hedonista –en la Barcarola, vamos a
reconocerlo, se pasa de la raya– ni a poner la belleza sonora como objetivo
último.
Hay que destacar igualmente que, pese a que el maestro no regatea en
opulencia sonora, tampoco cae en el error de hacer sonar con pesadez a los
Berliner Philharmoniker. Además, añade un toque de efervescencia que, sin
ser este elemento el que más caracterizara su arte, llega en grado
suficiente como para que esta música suene con el desparpajo que le
corresponde. Total, una maravilla de disco que ya en cierto modo anuncia su
justamente célebre Concierto de Año Nuevo de 1987.
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