domingo, 2 de marzo de 2025

Solución para la ROSS, y solución para las orquestas sinfónicas: música de cine

Ayer sábado estuve en el Palacio de Congresos y exposiciones de la ciudad de la Giralda viendo un espectáculo usual en otros lugares de Europa –cuando hace poco estuve en Bucarest se anunciaba Solo en casa–, pero apenas visto al sur de Despeñaperros: proyección de una película más o menos reciente con música sinfónica en directo. En este caso se trataba del primer capítulo de El señor de los anillos (Peter Jackson, 2001) con la partitura de Howard Shore a cargo de la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. Los lectores de este blog ya saben que me he negado a hacer difusión de los eventos de esta formación después de que la señora de relaciones públicas me sacara de la nómina de prensa oficial, cuando soy –perdonen mi inmodestia, pero es la verdad– el crítico en activo que más y mejor conoce la trayectoria de esta formación y –sobre todo– el repertorio que trabaja, mientras que de manera no poco desalentadora esa misma persona, y con ella esa misma orquesta, se muestra de lo más complaciente ante esos otros que montaron una campaña demonizando las justas reivindicaciones sindicales de la ROSS y poniendo toda clase posible de zancadillas; haciéndolo, además, con la cada vez más indisimulada intención de que su repertorio y su espacio vaya siendo ocupado en Sevilla por dos agrupaciones con las que los referidos críticos guardan una especial amistad, la Orquesta Barroca –que es eso, barroca, pero a la que ya le piden Beethoven– y esa pickup orchestra (en español, "orquesta de bolos") que es la Bética Filarmónica, cuya titularidad corre a cargo del poco estimulante Michael Thomas –sí, el del mediocre Cuarteto Brodsky–.

 

Pero esta vez sí que voy a hablar, porque tengo muchas cosas que decir por tratarse de un tema que me interesa muy especialmente: la música sinfónica escrita para la pantalla grande. Aquella con la que empecé en el mundo de la melomanía y con la que aún sigo, a pesar de que escribo poco sobre ella. Voy a ir por partes. Ahora va una primera reflexión.

Las entradas al espectáculo eran considerablemente más caras que las de un programa de abono de la misma ROSS: la mía me costó 72 euros (incluyendo 6 euros "por gasto de gestión", así por la puta cara). Aforo máximo del recinto, según la web, 3.500 personas. No se llenó al completo: quedaban libres butacas laterales. Se ofrecían dos funciones. Calculo que se venderían 6.000 entradas en total. ¿Cuántas personas van a los conciertos de abono? No lo sé, pero imagino que la media rondará las 1.200 entre los dos días de cada programa, jueves y viernes. ¿Cuántas fueron a ver la semana pasada esa maravilla de Andris Nelsons y la mítica Gewandhaus de Leipzig aquí comentada? Unas 800.


Yo lo tengo clarísimo. La solución no es la que dicen esos personajes siniestros, recortar gastos en nuestras orquestas sinfónicas –españolas en general, andaluzas en particular– para dejar fluir las iniciativas más o menos privadas –bienvenidas sean por mi parte siempre que ofrezcan calidad–, sino todo lo contrario. Lo que hay es que hacer que todo ese público que no acude a escuchar a Tchaikovsky, a Bruckner, a Mahler, a Debussy o a Stravinsky se acerque a la sonoridad gloriosa de una orquesta sinfónica en directo a través de espectáculos como este. ¿Que la mayoría de la gente acude porque les gustó la película de turno? Por descontado. Pero resulta que hablamos de 6.000 personas que normalmente no se acercan por el Maestranza, que aullaban de emoción en los aplausos y que empezarán a pensar que no estaría mal asomarse a ver qué hace esa misma orquesta a lo largo del año. Con que un diez por ciento de los asistentes den ese paso, ya habrá merecido la pena la iniciativa.

Por descontado, no ha habido el menor apoyo –ni noticia, ni reseña– por parte de esos mismos medios que dedican párrafos y párrafos a cualquier cosa que se haga en Sevilla con cuerda de tripa y maneras históricamente informadas. Lógico y natural. No es solo que este repertorio no les interesa lo más mínimo: es que estamos hablando de dos conceptos absolutamente enfrentados en torno a la gestión de las formaciones sinfónicas.

El primero, el de ellos, es el concepto neoliberal. Se reivindica bajar impuestos, por descontado que para que los ricos ahorren millones, pero tomando como excusa el presunto interés de la mayoría: "¿por qué hay que pagar entre todos los gustos de una minoría de melómanos?". Se mete la tijera y que sobreviva aquella música culta que requiera escaso número de ejecutantes, esto es, la que va del siglo XVIII para atrás, más el repertorio de cámara y cierta creación contemporánea. A la que va de Beethoven de Shostakovich, que le den morcilla. Confórmate con orquestas de tercera o con escuchar el disco; si quieres el directo, ahorra y te vas al extranjero. Es la ley del más fuerte, la que hoy impera en este mundo de los Trump, Milei o Ayuso

El segundo es el que hasta ahora era el modelo europeo: lleva un tiempo en crisis, pero a esta se le puede hacer frente. Por supuesto que el estado debe promocionar la música sinfónica culta. Por supuesto que debe hacerlo con los impuestos de los ricos, única manera de garantizar calidad –a los músicos que hacen bien su trabajo hay que pagarles de la manera que les corresponde–, y garantizar también precios asequibles para el común de los mortales. Y por supuesto que hay que llenar butacas, tanto para compensar gastos como para crear nuevos públicos.

Hay que hacer Mozart, Schumann, Bartók y Lutoslawski, como también hay que hacer músicas que al mismo tiempo sean populares y de calidad para acercar el sonido sinfónico a las personas ajenas a este mundo. ¿Que Brahms y Mahler nunca van a ser de consumo masivo? Por supuesto que no, pero sí que podemos ampliar considerablemente el espectro de personas que se interesen por ese repertorio. Es por esto por lo que felicito al nuevo gerente de la orquesta por su iniciativa: este el camino adecuado para que la gran música sinfónica, trátese de Schubert, de Dvorák, de Manuel de Falla o de John Willliams, siga estando al alcance de muchos más que unos poquísimos privilegiados.

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