jueves, 27 de marzo de 2025

¿Se han olvidado los sevillanos de la Orquesta Philharmonia?

El próximo lunes 31 actúa en el Teatro de la Maestranza la Orquesta Philharmonia. Dirige su actual titular Santtu-Matias Rouvali. Javier Perianes es el solista que se encargará del Egipcio de Saint-Säens. Y las entradas no se venden como deberían. ¿Qué demonios está pasando en la ciudad de la Giralda? Cada cual saque sus conclusiones, que algunas de las mías ya las he planteado en entradas anteriores.


Lo que me parece claro es que parte del remedio se encuentra en una buena labor pedagógica, esto es, en dejarle claro al público cuáles son las cualidades y cuál es la calidad de lo que se va a escuchar. Quienes podrían hacer esa labor no lo hacen, no sé si porque se encuentran demasiado ocupados insistiendo en lo increíblemente buenos que son los miembros de la kale barroka hispalensis o porque en sus medios se aplica eso de "si el teatro no inserta publicidad, no hay crónica previa". Así las cosas, me voy a tomar la libertad de escribir algo sobre el antedicho concierto. No sobre Perianes, porque entiendo (¿es mucho suponer?) que el personal ya sabe que se trata de uno de los más interesantes pianistas del orbe, sino sobre la formación que nos visita.

Miren ustedes, la Philharmonia es una de las tres grandes formaciones británicas, al mismo nivel de la Filarmónica de Londres y solo un poco por debajo de la Sinfónica de Londres. Royal Philharmonic, BBC y Covent Garden, siendo espléndidas, no rayan a semejante altura. Por ende, la que ahora visita Sevilla, Zaragoza y Madrid se encuentra entre las más relevantes orquestas de Europa. Es superior a todas las italianas, francesas y españolas, y equiparable a unas cuantas centroeuropeas de relevancia; solo cede con claridad ante las tres grandísimas que son Filarmónica de Berlín, Filarmónica de Viena y Concertgebouw de Ámsterdam, junto a las que quizá habría que poner a la Staatskapelle de Berlín que felizmente ha reverdecido Barenboim.

Lo llamativo es que, desde su creación en 1945 hasta al menos finales de los sesenta, fue la mejor orquesta del mundo. ¿Decir esto es un disparate? Para nada. ¡Escuchen ustedes los discos! De hecho, para eso la creó el productor Walter Legge: para grabar discos con una perfección técnica absolutamente incomparable, quizá con la lejana competencia del prodigio de la Orquesta de Philadelphia en el mercado norteamericano. Contó para ello con un buen puñado de músicos de primerísima fila procedentes de la vieja escuela, y los puso bajo la dirección de un joven de carrera meteórica llamado Herbert von Karajan y de una antigua gloria que aún guardaba lo mejor de sí en su interior: Otto Klemperer. Por las tardes grababan con el primero y por las mañanas con el segundo.


Karajan consiguió recreaciones de asombroso cuidado formal pero un tanto impersonales y, a veces, bastante frías, dentro de una concepción que todavía mostraba la deuda contraída con Arturo Toscanini. Klemperer se reinventó a sí mismo y, desde mediados de los cincuenta hasta que dejó de dirigir a principios de los sesenta, alcanzó una de las más altas cumbres de la interpretación sinfónica que se hayan explorado, haciéndolo con unas maneras poco convencionales, osadísimas e increíblemente modernas que ni antes ni después han encontrado parangón. Si usted no tiene las dos cajas que ha lanzado Warner dedicadas al maestro de Breslau, hágase con ellas de inmediato, incluso si ya había escuchado esos discos: tras los nuevos reprocesados, ha quedado claro que la Phiharmonia no solo contaba con unas maderas inconfundibles e insuperables, sino también con una cuerda cuya robustez y carnosidad no se apreciaba adecuadamente en anteriores trasvases a compacto.

Junto a Klemperer y Karajan estaban mitos como Wilhelm Furtwängler y talentos en ascenso como Carlo Maria Giulini, ya por entonces enorme director. No debe extrañar que, cuando Legge rompiese con la orquesta y esta decidiera seguir adelante bajo el nombre de New Philharmonia, rompiese toda amistad con el italiano cuando este le confirmó que continuaría dirigiéndoles. Mientras tanto, Sir John Barbirolli se unía al equipo de batutas asiduas para realizar auténticos prodigios.

En los años setenta, y tras una breve titularidad del irregular y siempre problemático Lorin Maazel, la orquesta pasó a mano de un jovencito chulo con ganas de comerse el mundo llamado Riccardo Muti. La New Philharmonia mantuvo su virtuosismo estratosférico, pero ya no era "la mejor": en Europa el nivel había subido de manera considerable, y no digamos en unos Estados Unidos en los que ya se enseñoreaban Boston, Cleveland y –sobre todo– Chicago, además de la citada Philadelphia. En cualquier caso, el napolitano mantuvo su sonoridad y se aprovechó de ella para ofrecer recreaciones ásperas, rústicas en el mejor de los sentidos, de enorme limpieza en la exposición y de un temperamento ardiente que le conducía a auténticas "locuras" que solo podían seguir músicos de primerísimo orden.

A Philadelphia se fue Muti para allí volverse más robusto y voluptuoso, paradójicamente más "centroeuropeo", mientras que la formación londinense, habiendo ya recuperado su antiguo nombre, pasó a manos de Giuseppe Sinopoli. Fue perdiendo entonces su personalidad, quizá no tanto por el maestro veneciano como por la irremediable jubilación de los antiguos profesores, si bien mantuvo un alto nivel de calidad. Así la vimos en el Maestranza allá por noviembre de 1993: tan perfecta como fría Quinta de Schubert, esquizofrénica e incluso histérica Primera de Mahler.

Luego se produjo, pese a que siguió trabajando con casi la totalidad de los directores más famosos, un relativo bajón en la calidad, hasta convertirse "solo" en una de las "tres londinenses", hermana menor de la London Symphony junto con la London Philharmonic. Con esta última comparte espacio escénico en el Southbank Centre de Londres: allá recuerdo haberla escuchado bajo la batuta de Sir Charles Mackerras. En Sevilla volvimos a verla, por cierto. Fue en el festival Entre Culturas de 2005, concretamente, con Yoel Levi y Pedro Halffter. Este último optó por la muy vistosa –y no del todo interesante– Sinfonía nº 11 de Shostakovich para impresionar al público sevillano con el potencial de la orquesta. ¡Vaya si lo consiguió! Lástima que algunos, o muchos, parezcan haberse olvidado de aquello. Tal y como están las cosas, no tendrán muchas más posibilidades de escuchar una orquesta de este nivel sin tomar un avión.

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