Esto no es más que un aperitivo de la discografía comparada que está por venir. Espero que les resulte de interés.
1. Furtwängler/Filarmónica de Berlín (EMI, 1938). Tratándose de una interpretación “en estudio” –Alte Philharmonie, sin público–, se consiguen aquí una seguridad técnica –algún desajuste hay– y una calidad en la tecnología de grabación –soberbio reprocesado de Warner de 2021– infrecuentes en el Furt de aquellos años. Un Furt ya maduro en claro periodo “prebélico”, lo que en este señor se traducía en flexibilidad extrema, contrastes desarrolladísimos, visceralidad emocional y una tremenda dosis de negrura. Dicho esto, hay que constatar que el primer movimiento no resulta particularmente siniestro en las secciones extremas, escorándose incluso hacia lo contemplativo; su gran clímax central sí que alcanza una fuerza y tensión demoledoras. En el segundo nos fascina la increíble imaginación furtwangleriana en apariciones del Trío, lentísimo e inquietante a más no poder. El tercero tiene fuerza y ofrece momentos creativos, aunque no termina el maestro de conseguir una adecuada alternancia entre solemnidad marcial y carácter dionisíaco. El Finale alberga toda la rabia y el carácter siniestro necesarios, planteando la batuta las tensiones con enorme sabiduría hacia un clímax de una enorme rebeldía. Particularmente siniestra la disolución. Por lo demás, la orquesta está modelada con una plasticidad increíble (¡qué cuerda!) y parece apreciarse un juego con las dinámicas magistral. ¿Qué es esa tontería de que Furtwängler carecía de técnica? (9)
2. Karajan/Filarmónica de Berlín (DG, 1939). Misma orquesta y misma obra que Furt, tan solo un año después. Las miras y la ambición del joven maestro –contaba treinta y uno– doblemente afiliado al Partido Nazi quedan claras. También su enorme talento a la hora de controlar a la orquesta, de obtener de ella lo que él quiere y de llevarla por su propio sendero. Este, curiosamente, se encuentra por aquellas fechas a medio camino entre la flexibilidad digamos que “germánica” y la mezcla de electricidad y aspereza sonora toscaninianas, añadiendo a todo ello una buena dosis de portamentos propios de la época. El resultado es una interpretación interesantísima y desconcertante, llena de fuego e incluso arrolladora en muchos momentos, desinteresada por los preciosismos pero –eso sí– volcada en los enormes contrastes dinámicos –muy bien recogidos por la toma– tan propios de Don Heriberto, que encuentra su punto más bajo en una Marcha tan impetuosa como machacona. Tras ella, qué cosas, nos ofrece un Finale recorrido por una sinceridad y una fuerza expresivas que no acostumbramos a asociar con el maestro de Salzburgo. En cualquier caso, la inspiración poética, la imaginación y la profundidad de Furtwängler son mucho mayores: no debe extrañar que los dos artistas se odiaran. (8)
3. Furtwängler/Filarmónica de Berlín (DG, 1951). Esta es la famosa versión “de El Cairo”. Distinta de la de Berlín, porque con Furt nunca hay dos grabaciones iguales, pero no se puede decir que el concepto sea muy distinto, “prebélico” en un caso y “posbélico” en el otro. Es Furtwängler en directo, y eso se nota en lo que a flexibilidad, arrojo y desajustes se refiere. ¿Diferencias? Creo que el segundo movimiento resulta ahora más sensual, y que el tercero, por ser algo menos libre, consigue mayor unidad. El cuarto quizá fuera más visceral y tremendo en 1939, como también más negro: le duró 45’’ más. La toma sonora sufre toses y distorsiones, pero es capaz de recoger –siquiera parcialmente– los increíbles juegos del maestro con la dinámica. (8)
4. Ormandy/Orquesta de Philadelphia (CBS, 1952). El objetivo de este registro queda claro: permitir al melómano norteamericano escuchar en su casa una Patética tocada de la manera más perfecta posible y en condiciones de reproducción superiores a las de la era del gramófono. Lo consiguieron. La toma sonora, monofónica, se ha conservado bien tras la reciente restauración, y los de Filadelfia demuestran que no tenían nada que envidiar, más bien lo contrario, a las grandes formaciones de tradición centroeuropea. En cuanto a Ormandy, lejísimos de la personalidad, la creatividad y la inspiración de un Furtwängler, también incapaz de alcanzar la electricidad del joven Karajan, hace gala de un notable dominio de la orquesta y, como siempre, de una buena sintonía con el mundo ruso en general y con Tchaikovsky en particular. Eso sí, se detectan irregularidades. El primer movimiento resulta más vistoso que sincero: la agitación no sale “de dentro”, como ocurría con Furt. El segundo alcanza un adecuado punto de equilibrio entre pasión y voluptuosidad, permitiendo que la cuerda luzca tersura, carne y belleza admirables. Bien a secas la marcha, resuelta con enorme solidez pero de manera un tanto lineal. Notable el Finale, muy controlado en su arquitectura e irreprochablemente planteado en lo expresivo. (7)
5. Markevitch/Filarmónica de Berlín (DG, 1953). Viendo que CBS sacaba en 33 revoluciones su versión con Ormandy, el sello amarillo se aprestaba a ofrecer su propia grabación en el nuevo formato. Contaban con la baza de la Berliner Philharmoniker, pero faltaba –Karajan aún no estaba con esta orquesta, sino con la Philharmonia– un director. El acierto fue pleno, hasta el punto de que registraron –con buen sonido monofónico en la Jesus- Christus-Kirche– la que todavía sigue siendo una de las grandes interpretaciones de la obra. Vibrante y a flor de piel, como a Markevitch le gustaba, pero en eso el maestro ucraniano no se diferenciaba demasiado de Furtwängler, quien por cierto falleció tan solo unos días antes de realizarse este registro; tampoco era muy distinto del joven Karajan, y ni siquiera de un Ormandy todavía en su fase extrovertida. ¿Dónde está la clave, pues? En parte en una intensa “sintonía espiritual” con esta música, que Don Igor hace sonar sin dejarse llevar por narcisismos, blanduras ni perfumes más o menos embriagadores –quizá por eso lo menos interesante sea el segundo movimiento–, sino sacándola directamente del corazón, pero pienso que lo decisivo es la técnica superlativa de la batuta. La tremenda intensidad que hace destilar a los berlineses se encuentra controlada el milímetro. Las transiciones son un prodigio de planificación. El fraseo resulta plenamente natural a pesar del decidido rechazo a delectaciones. La concentración es grande cuando la música lo pide, y los picos de tensión alcanzan una fuerza abrumadora gracias a un perfecto estudio de las tensiones. Por lo demás, la densa y oscura cuerda de la orquesta se encuentra modelada con una plasticidad admirable, al tiempo que los metales ofrecen esa rusticidad tan apropiada para este repertorio sin por ello renunciar al empaste, cosa que sí que le pasaba a las orquestas propiamente rusas. (9)
6. Martinon/Filarmónica de Viena (Decca, 1958). Una pena que el primer registro oficial de la obra a cargo de la Wiener Philharmoniker ofrezca un saldo negativo. Y no es cuestión de la orquesta, que tampoco se encuentra en plena forma, sino de la batuta: no es precisamente Martinon un director parco en elegancia e incapaz de paladear una melodía con sensibilidad, pero aquí falla en todo lo demás y el resultado es una interpretación liviana e insustancial, por no decir deslavazada. Que esté francamente bien el clímax del primer movimiento y que en el Adagio lamentoso haya buenos momentos sirve de poco. La toma deja que desear, incluso la que procede de un SACD. (7)
7. Giulini/Orquesta Philharmonia (EMI, 1959). Dos años antes de grabar la obra con su director titular, la por entonces extraordinaria orquesta londinense se puso a las órdenes de un Giulini en su primera madurez –estaba a punto de cumplir los cuarenta y cinco– para ofrecer una recreación dicha sin premura –se extiende hasta los 47’11’’– y enorme naturalidad en el trazo caracterizada por esa calidez, esa nobleza, esa elegancia en absoluto relamida y, sobre todo, ese particular sentido de lo cantable, de los grandes arcos melódicos, que caracterizan al maestro de Barletta. Interpretación eminentemente lírica, pues, ajena al arrebato temperamental y poco interesada por los aspectos descarnados del drama, al tiempo que revestida por una dulzura muy bien entendida que no resta sentido trágico a la obra: que más bien arroja nuevas luces sobre la misma. Lo menos conseguido es la marcha, en la que acierta al optar por la efervescencia antes que por la solemnidad, pero echándose de menos imaginación y un juego más variado con las tensiones. La toma es buena para la época, pero estamos a la expectativa de la anunciada nueva remasterización. (9)
8. Fricsay/Sinfónica de la Radio de Berlín (DG, 1959). Ya en los primeros minutos queda claro que esta va a ser una interpretación muy especial. La batuta desgrana la música con lentitud –es la lectura más dilatada hasta ese momento–, poderosísima concentración y un enorme vuelo melódico, sin dejarse llevar en absoluto por arrebatos temperamentales ni interesarse por asperezas más o menos eslavas. ¿Cómo Giulini, entonces? Se acerca hasta cierto punto a él, pero con dos diferencias fundamentales: una dosis mucho mayor de negrura y una sonoridad particularmente oscura con la que tiene mucho que ver la poderosa cuerda berlinesa; los metales, por desgracia, dejan que desear. Como además el maestro plantea muy bien tensiones y distensiones –ciertos detalles creativos resultan discutibles– y disecciona el entramado sinfónico con meridiana claridad sin caer por ello en lo meramente analítico, el resultado es soberbio. La toma ha resultado ser formidable tras el reprocesado japonés para SACD: intenten encontrarlo en lugares extraños de la red. (9)
9. Mravinsky/Filarmónica de Leningrado (DG, 1960). Aunque grabada en la mismísima Musikverein de Viena, esta Patética ofrece una sonoridad de la más pura tradición rusa, rústica en el mejor de los sentidos, luciendo la orquesta una cuerda de gran hermosura, unas maderas carnosas y unos metales agrestes y poco empastados. El mítico Mravinsky, por su parte, ofrece una versión extrovertida y de gran capacidad comunicativa, pero extrañamente escasa en calidez, en sensualidad y en sentido cantable, amén de irregular en su desarrollo. Así, algunos pasajes del Adagio introductorio resultan un tanto livianos, mientras que el resto del primer movimiento se ve lastrado por un exceso de nervio. Los violonchelos del segundo frasean con cierta frivolidad; más convincente el maestro al abordar con lentitud su inquietante sección central. La marcha resulta efervescente y bulliciosa a más no poder, ofreciendo mucha sinceridad en lugar de triunfalismo exhibicionista. Muy bien planteado y resuelto, aunque sin un especial sentido del pathos, el Adagio lamentoso. El reprocesado en alta definición le ha sentado muy bien a la toma. (8)
10. Klemperer/Orquesta Philharmonia (EMI, 1961). Sensualidad y emotividad a flor de piel son dos de las características más habitualmente asociadas al mundo de Tchaikovsky. También una cierta dosis de flexibilidad a la hora de plantear la arquitectura. Ninguno de estos conceptos es afín a las personalísimas maneras de hacer del Klemperer tardío, lo que significa que nos vamos a encontrar, cuanto menos, ante una recreación altamente heterodoxa y discutible. Efectivamente, aunque a veces para bien y a veces para mal. El primer movimiento es el que menos convence: la solidez de su construcción es admirable y no hay espacio para los trucos de cara a la galería, pero una inconveniente frialdad termina imperando. Extrañamente, el segundo funciona muy bien pese a las insuficiencias derivadas del planteamiento de Klemperer, resultando muy emotivo al tiempo que ajeno a la melifluidad. Experimento genial el de la marcha, dicha con lentitud, tocada con asombrosa perfección y explicada con meridiana claridad –se oyen muchas cosas que habitualmente pasan inadvertidas–, amén de dicha con la mala leche propia del de Breslau. Y qué decir del Adagio lamentoso: severísimo, pero de una fuerza dramática abrumadora. (9)
No hay comentarios:
Publicar un comentario