La muerte en trágicas circunstancias del octogenario catedrático en Historia del Arte Enrique Valdivieso –peor aún, también de su esposa– nos ha dejado en estado de shock a los centenares de alumnos suyos que les seguimos teniendo como uno de los más grandes profesores que hemos tenido. ¿Con sus defectos? Ciertamente, como le ocurre a cualquier profesional. En su caso el defecto era la virtud, y viceversa: llevar la obra de arte a su propio terreno.
Don Enrique no enseñaba a comprender el Arte, sino a amarlo. Lo hacía mejor que nadie: haciendo gala de una fuerza comunicativa muy especial, te tocaba el corazón transmitiéndote todo lo que la obra le decía a él. Lo que le decía a su yo que, por aquel entonces –finales de los ochenta, principios de los noventa– era altamente melancólico y sensible, bordeando lo depresivo. A veces esas cosas eran absolutamente compatibles con el espíritu de la época y del autor; en otras ocasiones no, pero tal era su convicción que te hacía creer todo lo que decía. Y aunque te llevase por camino erróneo, o al menos por uno en exceso heterodoxo, te había abierto una puerta que te hacía querer saber más, acercarte con mayor detalle. Él te hacía –nos hacía: recuerdos desde aquí a mis queridos compañeros Benito e Isabel– descubrir emociones que por ti mismo nunca hubieras descubierto. Por todo ello fue un maestro imprescindible.
Traigo en su homenaje una versión de la sobrecogedora Sinfonia de los salmos que he escuchado esta tarde en su honor: Karajan y Filarmónica de Berlín, febrero de 1975. Ya la blandura de los primeros acordes –que deben sonar secos, implacables– nos hace arquear una ceja. Pronto queda claro que el de Salzburgo lleva esta música a su propio terreno, uno que hubiera disgustado seriamente a un Igor Stravinsky que resultaba bastante áspero en las dos grabaciones dirigidas por él mismo. Con Karajan hay súplica, fervor y mucha intensidad religiosa en el primero de los salmos. En el segundo el maestrissimo explora atmosferas, difumina sonoridades y se acerca al impresionismo, al tiempo que en los momentos más extrovertidos parece acercarse a la liturgia católica más pomposa: puro Karajan. El tercer movimiento, menos incisivo de lo que suele y más sensual, termina por confirmarnos que se trata de una versión “romantizada”. ¿Discutible? Muchísimo, pero nos dice cosas nuevas sobre la obra. El artista –Valdivieso fue justo lo mismo, un artista creador– nos dijo lo que él veía, y nos enriqueció con ello. Descanse en paz don Enrique.
PD. La fotografía es propiedad del Museo de Bellas Artes de Sevilla y la he tomado de aquí.
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