Recuerdo muy bien la primera vez que escuché el Adagio lamentoso con que Tchaikovsky concluye su Sinfonía nº 6 en la versión que Leonard Bernstein dirigió en agosto de 1986 al frente de la Filarmónica de Nueva York en el Avery Fischer Hall, inmortalizada para la posteridad por los ingenieros de Deutsche Grammophon. Fue estando yo en Chipiona allá a finales de los ochenta, en programa de la entonces llamada Radio 2 dedicado al maestro norteamericano bajo la dirección de Pedro González Mira. Me impactó. Esta tarde he vuelto a escucharlo –toda la versión, en realidad–, por enésima vez. Y me reafirmo que, a pesar de su en principio disparatada lentitud (¡17' exactos frente a los 9'48'' de Mravinsky o los 9'52'' de Karajan!), es una de las mayores genialidades que he escuchado en lo que a dirección orquestal se refiere.
Dice la leyenda urbana que semejantes lentitudes le fueron inspiradas a Bernstein por una interpretación que le escuchó a Sergiu Celibidache (a quien el asunto le dura 13'10'' en su grabación editada por EMI, dicho sea de paso). Podría ser, pero mi impresión es que Lenny no hace sigo seguir hasta las últimas consecuencias el propio trayecto que había venido recorriendo en los años anteriores durante su experiencia europea, vienesa para concretar y mahleriana para puntualizar aún más: encontrar el más imposible equilibrio entre lo apolíneo y lo dionisíaco, extremando todos los componentes de la música –si hay que cantar se hace paladeando al máximo las melodías, si hay que desplegar pathos se busca por la máxima congoja, si hay que plantear contrastes estos han de ser máximos– bajo un control tan absoluto de los medios que no solo no se pierdan la naturalidad, la lógica ni la belleza de la arquitectura, sino que además el oyente piense que esto tiene que ser así, y no de otra forma. Ni que decir tiene que para lograr eso hay que poseer una técnica de batuta descomunal, además de una sensibilidad musical de primer orden que permita evitar los grandísimos peligros que semejante apuesta encierra, no otros que la insinceridad, la cursilería, la vulgaridad o lo abiertamente hortera. Añadamos uno más: la discontinuidad de las tensiones. Y al maestro no le pasa, por mucho que los silencios sean dilatadísimos y pesen como losas.
Lo dicho anteriormente se puede aplicar a los movimientos extremos. ¿Y los dos centrales? Pues sendas maravillas dentro de la más estricta ortodoxia tchaikovskiana. Nada de reinterpretaciones a la manera de Klemperer: simplemente una perfecta mezcla de emoción y belleza. Con esto último tiene que ver, mucha atención, la participación de una New York Philharmonic en muchísimo mejor forma que en los tiempos en los que Bernstein era titular: solo con Boulez empezó a mejorar, y no fue hasta Zubin Mehta cuando realmente se consolidó como una gran orquesta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario