miércoles, 22 de febrero de 2023

Muerte y Transfiguración: Barenboim hace Mozart en La Scala (y II)

Si ustedes ya leyeron mi entrada anterior y quieren saber algo más sobre el concierto del pasado sábado de Daniel Barenboim al frente de la Orquesta de La Scala, vamos allá. Pero antes, una advertencia. La recientemente creada plataforma La Scala TV va a tener este concierto tan solo unos días, y el aficionado dispondrá tan solo de 72 horas desde el momento de la compra para realizar el visionado. Parece probable que estén pensando en hacer una edición comercial en el futuro, pero lo que está claro es que el interesado debe pasar por caja cuanto antes y aprovechar la compra. Yo ya disfruté el vídeo el pasado domingo, pero he querido volver una vez más para aprovechar la ocasión.

La introducción de la Sinfonía nº 39 es de una lentitud extrema, nada menos que 3’33’’. Comparemos: Furtwängler/Berlín (1953) 2’53’’, Klemperer/Philharmonia 2’25’’, Böhm/Berlín 2’48’’, Karajan/Berlín 3’01’’, Giulini/Berlín 3’02’’, Ozawa/Saito Kinen 2’15’’. Y atención a los históricamente informados: Hogwood 1’44, Brüggen 2’34’’, Harnoncourt/Concertgebouw 2’06’’, Gardiner (en su propio sello) 2’13’’, Manacorda 1’44'', Minasi 1’29''. ¿Y comparando con él mismo? 3’02’’ con la English Chamber, 3’10’’ con la WEDO. Estos 3’33 de La Scala baten todos los récords habidos y por haber. Ni que decir tiene que el planteamiento expresivo resulta gótico en grado extremo, y que no es otro que Furt, tanto en su grabación antes referida como en la introducción de su filmación de Don Giovanni, el que viene a la mente: se abren las puertas del mismísimo infierno y entramos en el terreno del dolor más punzante. Permítanme que copie la reflexión que me ha enviado un veterano, conocido y muy sabio crítico musical que responde a las iniciales PGM: “lo que verdaderamente se ha ido de madre ascendiendo hasta los más siderales de los espacios ha sido la introducción del primer movimiento de la 39: una síntesis sobrenatural entre los estilos de Furtwängler, Klemperer y Celibidache. Algo irrepetible que eleva la figura de Barenboim hasta el infinito. No hay palabras”. Pues eso mismo.

El Allegro se desarrolla con holgura y naturalidad, gozando de la música al tiempo que se relevan, aquí y allá, acentos que otorgan relieve y riqueza de significaciones expresivas. ¡Y qué magistral dominio de la agógica, de los matices y de la plasticidad orquestal evidencia el argentino! El Andante con moto lo lleva con tanta o mayor lentitud con que ya le escuchamos en Granada y Sevilla: nada menos que 11’54’’, una pasada si volvemos a entrar en comparaciones: Furt 8’38’’, Klemperer 9’35’’, Böhm/Viena 7’55’’, 9’31 el propio Barenboim con la WEDO. En sus manos, este movimiento es la demostración perfecta de cómo la música de Mozart alberga un intenso amargor, pero Barenboim ya no necesita mantenerse en la adustez de aquella antigua grabación con la English Chamber: ahora hay mucho más espacio para la morbidez en el fraseo, la sensualidad contemplativa y, sobre todo, para el sentido del canto, ingrediente este último que va a ser denominador común de estas interpretaciones de las tres sinfonías. Que se note que estamos en La Scala.

Amplio el Menuetto, pero en absoluto pesado ni solemne. Que aquí me parezcan más acertados los planteamientos interpretativos historicistas no me impide considerar esta lectura como una de las más bellas que haya escuchado. ¡Qué canto el del clarinete en el landler, qué delicia! Gozoso y muy bien hilado el movimiento conclusivo, lleno de fuerza pese a la lentitud (4’37’’, frente a los 4’05'' de su filmación con la WEDO) y por mucho que físicamente el maestro no se encuentre en su esplendor: una cosa es lo que se ve y otra muy distinta lo que se escucha.

El Allegro molto de la Sinfonía nº 40 siempre lo había planteado Barenboim, al contrario que otros directores de la tradición, con la rapidez que pide la partitura. Ahora no, pero vamos a dejarnos de comparar duraciones: basta con decir que se pierden carácter apremiante y tensión dramática, al tiempo que se gana en misterio y, por qué no, en efusividad poética; el gran clímax, anhelante y hasta agónico, hay que escucharlo para creerlo. Los acentos son infinitos, el dominio de la agógica es brutal, pero todo desde una concepción por completo orgánica del fraseo: nada aquí de la continua fragmentación de la línea en busca del efecto puntual por el que apuestan algunas interpretaciones historicistas de las más recientes. Los acentos de dolor vuelven en un Andante que es cualquier cosa menos una música grácil, galante y espiritosa: el pathos se masca en cada compás. Rotundo, poderoso y dramático el Menuetto, pero también con mucho encanto. Justo lo que ocurre en el Finale: el maestro no ha abandonado su firme creencia de que la música en general, y la de Mozart en particular, no está pensada tan solo para pasar el rato, y ciertamente llena este Allegro assai de una fuerza arrolladora, pero tras tantos años de convivencia con el mundo mozartiano, en estas interpretaciones recientes ha querido dar cabida a muchos otros ambientes expresivos a los que en aquellos años sesenta se negaba a realizar concesión alguna.

Queda la Júpiter. Adiós definitivo el Mozart severísimo, combativo y basado en el conflicto dramático. Entrega plena al Mozart más humano y –no es contradicción– más espiritual posible, al más lírico, efusivo y sensual, al mismo tiempo tornasolado y musculoso en la sonoridad, enriquecido por toda suerte de inflexiones en el fraseo y cantado con una delectación asombrosa, sin que ello supongo merma en la tensión interna ni en la atención a los aspectos más desasosegantes de esta música.

En este sentido, el magistral Andante cantabile (volvemos a comparar: 10’ frente a los 7’39’’ de Böhm/Berlín, 9’04’’ de Beecham/RPO, 8’16’’ de Bernstein/Viena, 7’25’’ de Rattle/Berlín y 8’37’’ él mismo con la WEDO) alcanza las más altas cimas de inspiración posibles: si hace poco refresqué la grabación de Bruno Walter de 1960 (9’07’’) y quedé asombrado, esto me ha parecido aún más excelso. El primer movimiento sabe ser sanguíneo, elegante y risueño sin caer en la trivialidad, el Minuetto amplio y noble. ¿Y el Finale? Ciertamente sin la electricidad y el sentido dramático de sus anteriores grabaciones, el de Buenos Aires consigue una maravillosa conjunción de grandeza, goce vital y luminosidad en la que también hay espacio para la reflexión: como en aquella ya interesantísima grabación con la Orquesta de París en los años ochenta, la pausa antes de la sección fugada final despliega una asombrosa espiritualidad.

¿Y la orquesta? Pues bueno, la de La Scala es lo que es, no precisamente la de sonoridad más bella posible, tampoco la más precisa. Hay entradas no del todo sincronizadas, desajustes y alguna metedura de pata que el maestro corrige (¡atención al arranque del último movimiento de la 41!) con gesto tan severo como divertido. Lo que no hay es rutina alguna. Todos tocan risueños y entusiasmados. Se ve en las caras de los músicos, pero también se oye. ¡Qué manera de hacer respirar a la formación milanesa, de hacerla tocar con la mayor intensidad y el mayor acierto expresivo!

Ovación inmensa del público y de los músicos al finalizar. Barenboim, al borde de la lágrima, no pudo terminar el discurso. Aquello fue memorable, y no solo por la recuperación del maestro y su retorno a Milán, sino también por las versiones: conozco algunas igual de geniales, en líneas similares o por el contrario bien distintas, pero no recuerdo una sola grabación de la trilogía que globalmente me haya emocionado tanto. ¿Un deseo? Que nuestro artista viva lo suficiente para que repita todo su repertorio: ahora es otro Barenboim y son muchas las cosas que pueden pasar.

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