sábado, 24 de septiembre de 2022

El primer Wagner de Daniel Barenboim

Daniel Barenboim se acercó por primera vez a Richard Wagner, fonográficamente hablando, en dos discos grabados para DG al frente de la Orquesta de París, en 1982 y 1983 para concretar: el maestro rondaba los cuarenta años y por entonces estaba bajando al foso de Bayreuth para dirigir Tristán e Isolda. La toma fue ya digital, y los ingenieros del sello dorado hicieron milagros con esa Salle Pleyel de tan problemática acústica en las numerosísimas grabaciones que allí había realizado el sello EMI.

El primero de ellos fue un triunfo por todo lo alto, porque este señor se marcó, extendiéndose hasta los 10’23’’ sin que se notase el menor signo de morosidad, uno de los mejores preludios de Los maestros cantores que se hayan escuchado. Es la suya una interpretación muy analítica que cuida de manera extraordinaria el tejido polifónico de la pieza sin perder de vista la progresión horizontal de la misma, tan llena de fuerza como sutil. El sentido del humor podría haber sido más sarcástico –imposible olvidar el prodigio de Klemperer–, pero el vuelo lírico es incomparable. La grandiosidad del final, por completo carente de ampulosidad, redondea una lectura que, sin ser especialmente encendida, resulta prodigiosa. El propio Barenboim no será capaz de alcanzar semejante altura en sus grabaciones posteriores.

Sí que se superará a sí mismo –registro de la ópera completa–, al menos en lo que a plasticidad sonora y carácter visionario se refiere, en la obertura del Holandés errante. En cualquier caso, esta interpretación ya es sensacional: amplia (11’53’’) y muy paladeada sin dejar de ofrecer toda fuerza, la incandescencia y la magia poética que esta música necesita. A día de hoy, sigue siendo una referencia.

Barenboim ofrece asimismo un preludio de Tristán e Isolda magnífico, perfectamente construido y de gran equilibrio entre reflexión y pasión. La liebestod, que comienza muy bien, se descontrola al llegar al clímax –percusión excesiva- y pierde concentración al final. En cualquier caso, la sinceridad, la emoción y el idioma wagneriano son indiscutibles. Concentrado, bellísimo a más no poder y lleno de desolación el preludio del acto tercero de la misma ópera, con Alain Denis al corno inglés.

De propina, un delicioso pecadillo de juventud de don Ricardo Wagner, que conoció aquí su primera grabación mundial: la Descente de la courtille. Del segundo disco, bastante menos logrado, hablaremos en otro momento.

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