250 euros me costó el asiento en patio de butacas para asistir a la gran gala Rossini con que Cecilia Bartoli cerraba su proyecto en la Staatsoper de Viena el pasado 8 de julio. No es poco dinero para escuchar a la mezzo italiana junto a gente como Domingo y Villazón, pero se me ha ocurrido mirar cuánto cuesta una entrada similar para el Nabucco que está ofreciendo ahora mismo nuestro Teatro Real: 316 euros. ¿Están locos estos romanos?
La gala descansaba en un gran acierto y en un considerable desacierto. El primero: la mayoría de los números estuvieron completamente escenificados, incluyendo vestuario y atrezo sobre una imagen de fondo que aludía al lugar geográfico donde acontecía la narración. El segundo: dirección musical de Gianluca Capuano, a mi entender mediocre por mucho que fuera calurosamente aplaudido por la mayoría de los cantantes congregados. Brocha gorda y desajustes en abundancia.
El comienzo me llenó de alegría: proyección en pantalla grande de una imagen del barrio de Triana. Pronto Capuano empezó a irritarme con su recreación de la obertura de Il barbiere, así que cerré los ojos e intenté olvidarme de todo. Los abrí para la llegada de Nicola Alaimo. Su “Largo al factótum” estuvo bien cantado, sin más, mientras que escénicamente fue el delirio: este señor es un verdadero payaso, pero en el mejor de los sentidos. Cosa dificilísima, inventarse un gag tras otro sin caer en el ridículo, en la pesadez y en la sal gruesa. Un diez a este señor en su faceta de actor, de la que ya había dado buena cuenta la noche antes con Il turco in Italia: ¡absolutamente maravilloso!
A continuación, Cecilia Bartoli y Levy Sekganape recrearon muy bien el “Un soave non so che” de la Cenerentola que habían ofrecido allí mismo el 28 de junio. Un Alessandro Corbelli muy gastado en lo vocal pero rossiniano al cien por cien y estupendo actor se encargó del aria de Don Magnífico, papel que días atrás había corrido a cargo de Pietro Spagnoli –no presente en la gala–.
Reaparecieron Bartoli y Alaimo para el “Dunque io son” del Barbero; ambos formidables, y de nuevo un gustazo ver cómo se movía un Alaimo que sustituía al inicialmente previsto Plácido Domingo. Una maravilla desde el punto de vista vocal la “calunnia” de Ildebrando D’Arcangelo, aunque a mí me gustan recreaciones más corrosivas en la expresión. La batuta no ayudó precisamente.
Un momento embriagador llegó con el trío “A la faveur de cette nuit obscure” de Le Conte Ory, que se benefició de una sensacional intervención del tenor Edgardo Rocha, equiparable en este número a un Flórez y a un Camarena: un prodigio de belleza vocal, morbidez, control de la respiración, estilo… Para derretirse. Bartoli y Rebeca Olvera le dieron muy bien la réplica.
Tras el destrozo de la música de la tormenta de Cenerentola, nuestra anfitriona y un Alessandro Corbelli sin miedo a vestirse de playa y enseñar sus carnes flácidas dieron toda una lección de estilo, picardía y comunicatividad en “Ai caprici della sorte” de L’italiana in Algeri.
De la comicidad más deliciosa a la tristeza: Plácido Domingo apareció vestido de frac y con partitura sobre atril para, tras recibir un cálido aplauso por parte del respetable, hacer lo que en ese momento podía con “Sois immobile” de Guillaume Tell. Lo traía cogido por los pelos, claramente. Todos los participantes excepto él se congregaron en el escenario para cerrar la primera parte con el genial “Nella testa ho un campanelo” de L’italiana: los ánimos volvieron a subir.
Tras un intermedio en que pude ver muchos trajes de gala y rostros no siempre amigables, volví a mi asiento a escucharle a Rebeca Olvera su “Il vecchiotto cerca moglie”; bien, pero para el aria de Berta entiendo que hace falta una voz mucho menos ligera y una mayor retranca.
Palabras mayores “Di tanti palpiti” de Tancredi, un verdadero reto superado con nota alta por la mezzo italiana Rosa Bove, quizá no la mejor voz posible pero sí técnica, estilo y musicalidad garantizadas. Volvió Levy Sekganape, esta vez para hacer valer sus mejores armas con “Ah dovè il cimento” de Semiramide. Pasó visibles y audibles apuros –un fiasco en las notas más graves hizo resoplar a un espectador cercano al cantante–, pero a la postre mostró voz brillante, limpieza en las agilidades y tremenda pirotecnia de los agudos: nos hizo vibrar a todos y se llevó merecidísimos aplausos.
Tras algo parecido a la obertura de La cenerentola vino el gran momento de la noche: Bartoli con Rolando Villazón. En Otello, obviamente. Ella estuvo sublime en la canción del sauce, aquí tan lejos de la celebérrima “metralleta” que saca en el repertorio barroco y, quizá por ello, tan atenta a desgranar cada frase y cada nota con el más prodigioso sentido de la sensualidad, de la belleza canora y del matiz expresivo. La mejor Bartoli posible, que no es poco. Sin solución de continuidad salió el tenor mexicano, a quien yo le había perdido el respeto desde aquel horroroso disco Haendel. Su voz –no lo sabía, nunca le había escuchado en directo– es enorme y corre como un cañonazo en la sala; su densidad, cuerpo y firmeza le hacen ideal para el papel del moro. Las agilidades fueron más bien aproximativas, pero en la escena del asesinato de Desdémona hay pocas, así que pelillos a la mar. En cualquier caso, lo que a mí me impresionó fue la tremenda fuerza dramática que descargó. No sé si estuvo en estilo o no, ni si se preocupó de matizar lo suficiente las dinámicas, ni si el par de agudos francamente sucios que soltó al final eran del todo disculpables. Lo que sí sé es que su enfrentamiento con Bartoli ha sido una de las cosas más electrizantes en el campo operístico que he presenciado en toda mi vida. Nunca lo olvidaré. Probablemente tampoco lo harán las demás personas que tenían la fortuna de estar allí sentadas: el teatro se vino abajo.
Edgardo Rocha y no Sekganape, que fue quien había cantado la ópera completa, se encargó del “Sì, ritrovarla io giuro” de La cenerentola: dadas las características vocales de cada uno, creo que salimos ganando. Espléndida la colaboración del Philharmonia Chor Wien.
Siguieron la tormenta del Barbero –fondo del Guadalquivir cargado de nubes– y la repetición del divertidísimo “Per piacere a la signora” del Turco la noche anterior. Alaimo y Bartoli volvieron a estar estupendos en lo canoro y sensacionales en la actuación escénica. Gozada total.
Se volvió a colocar un atril (¡ay!) para que Plácido Domingo cantara –regular– el “Zitti, zitti, piano, piano” de la misma ópera junto con Bartoli y Rocha. La sensacional stretta que cierra el primer acto de la misma ópera, “Mi par d’esser”, reunió a todos las participantes –también al madrileño– en una interpretación verdaderamente histórica por la cantidad de grandes nombres congregados.
Con las propinas, el despiporre. Todos juntos y mucho, muchísimo cachondeo entre ellos, puro gamberrismo “de colegueo” en el caso de los chicos jóvenes –no podía ser menos, con Villazón de por medio– más un Nicola Alaimo ya por completo desmelenado haciendo de todo para llamar la atención, pero haciéndolo con un verdadero derroche de buen humor. Aplausos interminables y muchísima felicidad para todos, público y cantantes, con excepción quizá de un Plácido Domingo al que se veía triste. ¿Se estaba, quizá, despidiendo de la Staatsoper para siempre?
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