miércoles, 8 de julio de 2020

Lo mejor de Ennio Morricone

Esas listas de “los diez mejores” suelen moverme a la risa, porque generalmente son un vehículo para la exhibición de la pedantería: cuando menos conocido, marginal o “difícil” sea lo que se cita, más pasa uno por ser especialmente culto y/o sensible. Las revistas de música clásica son expertas en ello: nadie citará, qué se yo, el Bruckner de Barenboim o el Berlioz de Muti, pero sí colocarán en el podio el Beethoven de Emelyanychev o de Honeck (¡horror!), algún “revelador descubrimiento” de un compositor muy secundario del XVII o el disco de música contemporánea más insufrible. Pero esta vez me desternillado por todo lo contrario, por la ignorancia que exhiben Gregorio Belinchón y Javier Marmisa con las “Diez bandas sonoras imprescindibles de Ennio Morricone” publicada en El País (leer aquí). Simplemente se han ido a sus temas más conocidos y han completado la lista buscado películas y/o directores célebres que hayan contado con su música, sin olvidarse de incluir al mediocre Almodóvar y su ridícula Átame. A ver, que yo tampoco soy un experto en el músico romano, pero esos dos señores no tienen ni la más repajolera idea. Ya sé que suena prepotente por mi parte, pero soy suscriptor de ese diario y tengo derecho a exigir un poquito de nivel.


Ahora voy a caer yo mismo en la tentación, claro está, que no puedo con mi ego. Pero que conste que lo hago gratis y en mi blog, ¿eh? Siguiendo un orden más o menos cronológico, yo empezaría con Hasta que llegó su hora (1968), el más reputado western de Sergio Leone. Por dos motivos. Uno, la increíble belleza melódica de su tema principal, cima de sus numerosísimas colaboraciones con la voz de Edda Dell'Orso. Dos, la perfección absoluta de una idea que ya había ido desarrollando en títulos anteriores: utilizar un sonido “no musical” decisivo en el argumento de la película como célula de los pentagramas. En este caso, los desarticulados soplidos sobre una armónica que un niño se ve obligado a tocar mientras se esfuerza por sujetar con sus hombros los pies de su padre, que lleva literalmente la soga al cuello.



Es necesario hacer mención Metti, una sera a cena (1969), primera incursión importante del maestro en el género más o menos erótico-festivo: su célebre la bossa nova es quizá uno de los temas de música “popular” más memorables de toda la historia del cine. Pero todavía más lograda sería la partitura para Maddalena (1971). Su tema principal –tanto en su versión original como en la discotequera– es una maravilla, como también lo es la manera que tiene el compositor de jugar con la percusión o de integrar instrumentos y coros más o menos místicos en la partitura: la cosa, por lo visto, va de una señora de muy buen ver trajinándose a un cura apuesto. El valor metafórico de la música, tan importante en las obras más creativas de Morricone, hace que la partitura deje de ser una mera ambientación o un refuerzo expresivo de lo que se ve en las imágenes.



Mucha música erótica compuso en los setenta, muchas veces con el inevitable clavecín y casi siempre con voz femenina susurrante –Edda Dell'Orso, faltaría más–, más el frecuente añadido de los gemidos del acto sexual. Total, ¿no había usado ruidos industriales en La clase obrera fue al paraíso? Pues eso mismo.



Como en la entrada anterior me ocupé de La tenda rossa (1971), imprescindible para conocer las dos caras –la melódica y la más o menos experimental, literalmente las caras A y B del vinilo–, voy ya directo a decir cuál es mi favorita de sus creaciones: Marco Polo. Sí, la coproducción televisiva de 1982. Ni de lejos el Morricone más original, arriesgado o creativo, pero sí el más inspirado. Poético a más no poder, de un lirismo nostálgico acongojante, perfecto en la creación de atmósferas y portentoso a la hora de hacernos entrar por los oídos la fascinación por el lejano oriente sin caer en tópicos más o menos hollywoodienses. ¡Y qué decir de la viola de Dino Asciolla, recién salido del Cuarteto Italiano!


No comparto el entusiasmo hacia Érase una vez en América (1984), salvo en lo que a la intervención increíble de Gheorghe Zamfir y su flauta de pan. Lo mismo me ocurre con La Misión (1986): me fascina el tema de las cascadas, pero el celebérrimo “Gabriel’s oboe” me parece muy meloso y el numerito coral es puro exhibicionismo de cara a la galería.



En la lista de El País también ponen Los intocables (1987): el tejido rítmico de los créditos iniciales es un portento, pero el tema de Al Capone es una horterada y el del final deja muy en evidencia lo más que se le daba al maestro escribir en el lenguaje sinfónico convencional del cine de Hollywood. Para citar una colaboración con Brian de Palma, mejor es acudir a Misión a Marte (2000), entre otras cosas por esos prodigiosos trece minutos de la escena que termina con el sacrificio del personaje que interpreta Tim Robbins. Ahí, al contrario que otras veces, Morricone sí que logró una plena integración con el montaje de la película –o el director montó sobre la partitura, vayan ustedes a saber–. Se los he dejado ahí arriba, aunque sin imágenes.


Bueno, ya está. O casi: aparte de muchos, muchísimos temas aislados memorables aquí y allá, queda una obra maestra absoluta que jamás se escuchó en su película. Fue rechazada, señoras y señores. Me refiero a Más allá de los sueños (What Dreams May Come), una cinta de 1998 sobre una historia de Richard Matheson en torno a las andanzas de un recién fallecido por el Más Allá. Menos mal que están este disco pirata y el correspondiente YouTube para escuchar una de las obras más bellas y fascinantes de su autor, que ojalá esté ahora mismo en ese Paraíso que tan maravillosamente supo pintar con sus notas.

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