Ando justo de tiempo. Permítanme dejar la producción escénica para la siguiente entrada y hablar ahora de la vertiente musical de la función de Samson et Dalila –segunda de las tres programadas– que tuve la oportunidad de disfrutar anoche en Sevilla. Y que empiece por donde es de justicia hacerlo, destacando el enorme triunfo del Coro de la Asociación de Amigos del Teatro de la Maestranza y de su director Íñigo Sampil. Son muchísimas ya las representaciones operísticas que llevo escuchadas a este grupo de señores y señoras –con quienes no guardo la menor relación personal, dicho sea por si las moscas–, y puedo asegurar que este ha sido el mayor de sus triunfos. Pocas veces les he escuchado cantar tan homogéneos, empastados y bien afinados. Y pocas también las ocasiones en las que se han enfrentado a una partitura con intervenciones tan largas y decisivas como esta de un Saint-Säens que pensó primero en oratorio y después en ópera. Respirando con holgura gracias a los tempi lentos marcados por Jacques Lacombe desde el foso –después volveré sobre la batuta–, nos ofrecieron intervenciones todas ellas formidables; entre ellas quisiera recordar la increíblemente hermosa que las voces masculinas realizaron de “Hymne de joie, hymne de déliverance”, que quizá marcó el punto más alto de una representación de buen nivel musical, aunque no exenta de desigualdades.
Estas vinieron ante todo por parte del referido Lacombe. El maestro canadiense, ya lo dije antes, optó por tempi deliberados que permitieron a la música respirar con amplitud, bucear en las atmósferas y recrearse en las hermosísimas melodías que trufan la partitura. Por otra parte, acertó en la esencia de “lo francés” gracias a un fraseo mórbido y a una sonoridad difuminada de colores rebosantes de sensualidad. Pero desdichadamente desatendió algo tan fundamental como la tensión interna: su lectura resultó un tanto flácida –nada que ver con la lentitud: escúchese a Barenboim–, escasa de fuelle, poco contrastada y ajena a la garra dramática imprescindible en determinados números. Tampoco hubo suficiente brillantez: la bacanal quedó desdibujada. A la postre, un trabajo no desdeñable pero sí a medio camino.
Fue un lujo para el Maestranza contar con Gregory Kunde, una de las pocas figuras que hoy “pueden” con el rol de Sansón, para el que sencillamente no hay voces o, si las hay, cantan de manera pedestre. Cierto es que el tenor norteamericano ya es mayor, que su instrumento ha perdido esmalte, que evidencia desigualdades –aunque su zona central, es curioso, la he encontrado mejor que en otras ocasiones– y que tampoco es el colmo de la expresividad, pero no es menos verdad que su canto está marcado por una técnica tan ortodoxa como sólida –una suerte que venga del belcantismo– y que dice sus frases con gran clase e irreprochable gusto.
Nunca entenderé por qué Nancy Fabiola Herrera no despierta entre otros aficionados el entusiasmo que a mí me suscita casi siempre. De acuerdo con que haya por ahí voces de mezzo más personales y suntuosas, también con que hubo en su labor de ayer sábado algún agudo gritado –circunstancia que no pasa de lo anecdótico–. También estoy de acuerdo, y esto sí que resulta relevante, que su voz no es en absoluto la de Dalila. ¡Pero menudo Arte, con mayúsculas, el de esta señora! Por todo: elegancia, fraseo mórbido y sensualísimo, atención a los acentos, equilibrio entre belleza canora y expresividad… Comprende además al personaje en toda su complejidad, léase humanidad, sin vulgarizar su potencia sexual ni potenciar en demasía su sed de venganza. No es su Dalila una bruja, sino una mujer que se mueve entre el deseo, el sacrificio por sus ideales y la rebeldía. Por si fuera poco, la grancanaria es una señora despampanante que, embriagadora mujer y soberbia actriz, llena el escenario con su mera presencia. Bravísima.
Una sorpresa el joven ubetense Damián del Castillo, al que debo de haber escuchado muchas veces sin que ahora mismo logre situarle del todo. Digo lo de sorpresa porque menuda voz de barítono –sólida, homogénea, robusta en el grave, riquísima en armónicos– tiene este chico. ¡Y qué buena técnica! Su sumo sacerdote se mostró, además, por completo entregado en lo expresivo. Si se anda con prudencia y no baja la guardia, gran carrera la que tiene por delante. Alejandro López y Francisco Crespo, Abimelech y viejo hebreo respectivamente, se movieron a nivel muy digno.
De la puesta en escena de Paco Azorín, tan bienintencionada como llena de contradicciones, espero hablar en la próxima entrada. Mientras tanto, les recomiendo encareridamente que vean las maravillosas fotos realizadas por Julio Rodríguez, que como siempre me permite usar algunas de ellas en este pequeño rincón de la red.
Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
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