miércoles, 25 de abril de 2018

Daniel Harding dirige Dvorák, Lindberg y Schumann

Continúo con mi repaso a las filmaciones de Daniel Harding y Filarmónica de Berlín en la Digital Concert Hall con este concierto del 26 de enero de 2016 que incluía obras de Dvorák, Lindberg, Boulez y Schumann. Interesante ya que no especialmente memorable, aunque en cualquier caso buen testimonio del gran cambio a mejor del director británico.


Arrancó el programa con la infrecuente, y no del todo inspirada, obertura de Otelo de Dvorák:
interpretación soberbiamente sonada con todo el nervio y el sentido dramático que la partitura necesita, aunque personalmente he echado de menos algo más de atmósfera, como también de sensualidad a la hora de cantar las melodías; asimismo, la coda la hubiera preferido algo más furiosa.

Vino a continuación el estreno alemán del Concierto para violín de Magnus Lindberg, una obra en tres movimientos sin solución de continuidad que es encargo de esta y otras orquestas y que cuenta con la participación de Frank Peter Zimmermann. Confieso que la obra me ha gustado poco. Los dos movimientos impares apuestan por la efervescencia y la electricidad expresionista, presentando una orquestación densa e intrincada que resulta en principio muy atractiva, pero a la postre termina aburriendo por repetitiva y falta de sustancia, todo ello frente a una parte solista sin interés expresivo alguno. Extrañamente, en la sección central del segundo movimiento presenta un clímax extático que en su mezcla postromanticismo e impresionismo no deja de recordar a Scriabin; ahí parece cobrar algo de interés la obra, o al menos inteligibilidad, pero tampoco termina de enganchar pese a recibir una interpretación intensa, virtuosística y comprometida a más no poder.


La segunda parte se abría con Mémoriale (... explosante-fixe ... Originel) para flauta y ocho instrumentos del señor Pierre Boulez. Emmanuel Pahud de solista, nada menos, a todas luces impresionante por virtuosismo y musicalidad, aunque no hay que aplaudir menos a Harding por su enorme implicación expresiva y por su capacidad por extraer las sorprendentes texturas demandadas por Boulez del pequeño y portentoso conjunto de músicos de la orquesta.

Plato fuerte para terminar: Sinfonía nº 2 del autor de Genoveva. A tenor de lo que ha hecho muy recientemente con Mozart al frente de esta misma orquesta, podía esperarse de Harding un Schumann comprometido con las maneras del movimiento historicista, como han hecho Yannick Nézet-Séguin o Paavo Järvi apostando por el ritmo frente a la melodía, por los ataques incisivos, por un equilibrio favorecedor al viento frente a la cuerda o por las baquetas duras en los timbales. Pues para nada: este Schumann resulta tradicional por los cuatros costados y lo podrían haber firmado perfectamente un Rafael Kubelik, para que se hagan una idea.

Lo interesante es que el británico sabe ofrecer un Schumann-Schumann, y no una especie de precursor de Brahms. Es decir, fresco y ligero en su punto justo; ágil pese a tener delante a la orquesta con más músculo del orbe terrestre; vibrante en el fraseo pero no nervioso, sino trazado con absoluta naturalidad, permitiendo que la música respire y cante como es necesario que lo haga; y ofreciendo esa particular esquizofrenia schumanniana sin perder el equilibrio clásico ni comprometer la belleza ni la depuración sonoras, que son extremas.

Eso sí, los resultados no son redondos porque al maestro le falta ese particular punto de calidez y de sensualidad que esta música necesita: si los pasajes más extrovertidos funcionan de manera espléndida, sobresaliendo en este sentido el cuarto movimiento, en los más líricos se echan de menos poesía, humanismo y magia sonora, algo en lo que Harding suele quedarse corto. Por eso mismo lo que más decepciona es el sublime Adagio espressivo, modelado de manera irreprochable hacia unos clímax a los que se llega con perfecta lógica, pero sin ese punto de intensidad agónica que transpiran los pentagramas. Eso sí, las maderas de la orquesta –como ya hiciera en las interpretaciones de Rattle de 2013 y 2014, más juveniles e impetuosas que la presente pero no superiores globalmente hablando– cantan con una musicalidad asombrosa. Por no hablar, claro está, de la ductilidad de la cuerda y de la seguridad de unos metales que no necesitan sonar broncos y faltos de empaste para que no se les acuse de “contaminaciones wagnerianas”.

A la postre, muy notable interpretación la de Harding y los chicos berlineses que no hace olvidar los milagros conseguidos por Celibidache con la Filarmónica de Múnich o Daniel Barenboim con la Staatskapelle de Berlín

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