Soy de los que piensan que la clave de la interpretación musical de una ópera no está tanto en los cantantes como en el director de orquesta, que es –o debería ser– mucho más que el “guardia de tráfico” que se encarga de regular la interactuación entre el foso y las voces: es el maestro el que tiene que trabajar a fondo durante los ensayos para que los solistas hagan una piña bajo una misma idea estilística y expresiva, al igual que el director de escena no debe dejarles a su aire –esto suele pasar con demasiada frecuencia– sino realizar una minuciosa labor para que las cosas funcionen teatralmente como es debido. Si falla la batuta y los cantantes tienen que actuar por intuición y sin el soporte de una orquesta bien tensada, además de tratada con buen sentido dramático, o estos son primeras figuras o la cosa se hunde.
Es justamente lo que está pasando en el Teatro Real en las funciones de El barbero de Sevilla que anda ofreciendo: en mi caso me refiero a la que presencié el sábado 21 de este mes. Contrató el defenestrado Mortier a Tomas Hanus, maestro checo que realizó una bochornosa labor sobre la genial partitura rossiniana. Le admito una virtud: al menos no hizo que Rossini sonara con esa excesiva levedad, por no decir cursilería, con la que algunos directores (pienso ahora en Gómez Martínez en su fallida grabación con la Garança) se empeñan hoy en interpretarlo. Y ahí se acaba lo bueno. Por lo demás fue la suya una dirección de obvia incompetencia técnica: este señor no tiene ni idea de cómo mantener el pulso, no sabe marcar contrastes y se muestra incapaz de ofrecer –salvo algunos detalles aislados no siempre convincentes– matices expresivos que hagan salir de la más absoluta linealidad a su lectura. Peor aun: no hubo un solo crescendo en toda la velada, lo que en Rossini es poco menos que pecado mortal. Imaginen el resultado. A un servidor, que tiene al Barbero por una de las óperas más absolutamente maravillosas jamás compuestas, le resultó soporífero a más no poder.
Así las cosas, el discreto elenco de cantantes congregados no pudo hacer nada, no solo porque tuvieron que luchar contra el tedio que emanaba del foso, sino también porque no tenían a nadie que les decía cómo hacer las cosas, ni siquiera en unos recitativos muy poco currados en los que el señor del fortepiano, por cierto, metió más de una morcilla. Hubo, en cualquier caso, cosas destacables, Me refiero sobre todo a la actuación de Serena Malfi, voz de mezzo lírica muy hermosa manejada de manera sensible, aun faltando una mayor personalidad que puede que le dé el tiempo; me sorprendió su manera de ornamentar “por abajo” la línea melódica en varias ocasiones.
También es bella (ahora, no antes: en el Elvino que le escuché en Sevilla en 2006 sonaba horrenda) la voz de Dmitry Korchak, pero aquí no termina de haber tanta desenvoltura técnica ni expresiva, por lo que los resultados fueron irregulares: cantó de manera mediocre el “Ecco ridente”, ofreció un bellísimo canto ligado en “se il mio nome” y se atrevió (¡sorprendentemente!) con el temible “Cesa di più” para resolverlo de manera solo aceptable, muy lejos de la prodigiosa limpieza en las agilidades de Juan Diego Flórez cuando estrenó esta misma producción en 2006. Mi impresión es que este chico tiene talento, pero si quiere seguir interpretando a Rossini tiene que mejorar considerablemente determinados aspectos técnicos.
Malo el Fígaro de Mario Cassi: lo que hace este chico a mí me parece que está más cerca del grito que del canto. A Bruno de Simone hace años le vi en directo algunas cosas muy dignas, pero ahora el instrumento le suena muy pálido y en lo expresivo se ha mostrado (como ya le ocurría en la citada grabación de Gómez Martínez) soso a más no poder. Dmitri Ulyanov lució su poderosa voz en “la calumnia” pero escasa sintonía con el estilo. Buena la Berta de Susana Cordón, única cantante que repetía del estreno de esta misma producción escénica, la debida a Emilio Sagi.
Me gustó muy poco su propuesta en aquel entonces, cuando estuve escuchando a los dos repartos, y siguió sin gustarme las dos veces que he visto luego la filmación, que comenté aquí mismo. No diré que esta vez lo del regista asturiano me haya convencido, pero no puedo dejar de alabar la belleza plástica del resultado, ni su buen pulso teatral, ni la ironía a la hora de manejar tópicos, ni su habilidad para ser al mismo tiempo original y respetuosa. Tampoco había percibido cómo el escenario va cambiando gradualmente de tonalidad ante de la explosión de color final. Un acierto, además, haber suprimido la enorme estupidez de levantar el escenario en el final del primer acto para “mostrar las posibilidades” del Real. Pero siguen los mismos problemas: todo lleno de figurantes haciendo gracietas sin ton ni son, coreografías fuera de lugar, final del primer acto mal resuelto (¿a qué viene hacer pajaritas de papel?) y personajes no muy bien delineados; graciosísima Berta, aunque muy pasada de rosca y por ello sin terminar de encajar con el resto.
En fin, fiasco total por culpa del mal tino de Mortier a la hora de escoger a la batuta. ¿Mostrará aquí su sucesor Matabosch mayor inteligencia o castigará al público del Real con las mismas batutas de cuarta fila que ha hecho desfilar durante estos últimos lustros por el Liceu?
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