sábado, 1 de noviembre de 2025

Gran triunfo de Kirill Petrenko con Janácek, Bartók y Stravinsky

Quienes siguen este blog ya saben la opinión que tengo de Kirill Petrenko: un señor con una técnica de batuta descomunal, mayor que la de cualquiera de los anteriores titulares de la Berliner Philharmoniker –Karajan incluido– y un gusto bastante discutible, por decirlo de manera suave, como director del repertorio clásico y romántico. Pero lo cierto es que en el programa berlinés de esta semana, que he seguido a través de la Digital Concert Hall, ha dado la campanada.


En primer lugar, las Danzas Lachianas de Leos Janácek. Estrenada en 1889 y arreglada en 1925, se trata de una página aún poco personal pero deliciosa, que posiblemente debería tocarse y grabarse más de lo que se hace. Yo solo conocía la grabación de Huybrechts en Decca, y para la ocasión he querido escuchar la de Hrusa en Supraphon. Esta de Petrenko me ha parecido netamente superior: quizá la poesía pueda volar más lejos, pero hay entusiasmo, brillantez bien entendida y contagioso impulso rítmico, amén de una sonoridad compacta y suntuosa como pocas.

Con la suite de El mandarín maravilloso de Bartók nuestro artista demuestra que el expresionismo sonoro es lo suyo. Felicísimos resultados: el dominio del ritmo, de los timbres y de las texturas, unido a un enorme impulso vital y a una manifiesta convicción en lo que se hace, encuentra la más increíble materialización por parte de una orquesta en estado de gracia. Eso sí, con un poco menos de velocidad hubiera podido atender mejor a los aspectos atmosféricos y fantasmagóricos de esta música, como también a la “cosa erótica” del asunto, que la tiene. La fundamental escena de la entrada del Mandarín no está del todo lograda. En cualquier caso, enorme altura interpretativa bien recogida por una toma mejor de las que suele ofrecer esta plataforma de streaming.

Petrushka de Stravinsky supone el triunfo absoluto de Petrenko y los suyos en una interpretación dicha no solo con el virtuosismo supremo en ellos esperable, sino también con enorme acierto expresivo. ¿Bajo qué parámetros, habría que preguntarse? Pues el de la más pura ortodoxia, lo que significativamente no coincide con el carácter sombrío y la cierta agresividad con que dirigía el propio Stravinsky. Tampoco se interesa por “humanizar” a las marionetas, ni por explorar atmósferas. La suya es una visión eminentemente alegre, llena de ritmo y color, de humor muy desenfadado, apreciable sabor folclórico y una buena dosis de carácter caricaturesco, lo que significa no prescindir de las aristas. Hay también descaro, sentido teatral y gran refinamiento tímbrico, pero sin narcisismo alguno ni perder de vista el trazo global.

Las intervenciones de los primeros atriles son casi todas portentosas en la expresión, aunque merece citarse de manera especial el muy efervescente piano de una solista cuyo nombre no he podido averiguar. La reacción del respetable es tan entusiasta que Petrenko tiene que volver a salir a saludar una vez la orquesta ha abandonado el escenario. Se comprende: desde el momento en el que la plataforma la suba definitivamente, ha de ser considerada como una interpretación de referencia.

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