Viene Daniil Trifonov a San Sebastián, Sevilla y Barcelona –este último concierto será filmado y por Stage +, la plataforma de DG– con, entre cosas de Tchaikovsky y Barber, un puñado de valses de Chopin en el programa. Excusa ideal para volver a un CD que hace muchos años que no escuchaba a pesar de tratarse de uno de los mejores discos de música clásica que existen: la colección de catorce por Claudio Arrau, registro realizado por Philips en La Chaux de Fonds en marzo de 1979.
Les confieso que, después de la nueva audición, no tengo ni idea de cómo comentar semejante joya. Podría hablar de la belleza del sonido, de la gradación de las dinámicas, de la sensatez en el estudio del pedal y todo eso. Me quedaré con dos cosas, no por tópicas menos ciertas. Una, la enorme naturalidad con que toca el pianista chileno. Ya saben, eso que decía Barenboim acerca de hacer parecer fácil lo difícil. Don Claudio consigue que esta música parezca pan comido, y eso solo se puede conseguir a través de una técnica superlativa que incluye no solo conocer a fondo las posibilidades del piano, sino también las de las propias manos. Pero asimismo exige, mucho ojo, no convertir nunca el virtuosismo en un fin en sí mismo, sino tan solo en un medio. Por eso a algunos les podrá dar la impresión de que el maestro no posee la técnica fulgurante de otros. Falso: simplemente, no se plantea en ningún momento la exhibición de medios. Todo suena con él tan lógico, tan sencillo, tan perfecto... Solo Rubinstein, en Chopin, le ha superado en este sentido.
La segunda cosa es el rubato chopiniano. Indefinible. Inconfundible. Aquí ni siquiera el citado Rubinstein le alcanza. ¿Cómo se hace eso? Me imagino que es como cogerle el punto al embrague del coche, pero muchísimo más difícil. Cuestión de milímetros. Cálculo exacto, perfecto. Mitad técnica, mitad intuición. Ni que decir tiene que la flexibilidad del fraseo va acompañada de un sentido orgánico asombroso, de un control del discurso horizontal fuera de serie.
Bueno, ¿y todo esto para qué? Otra vez tópico cierto: para entregarnos al Chopin menos salonesco y más humano. No es lo suyo la elegancia aristocrática de Rubinstein, sino la confesión íntima. También ocurre así en estos valses, sin que ello signifique renunciar a lo que en esta música hay de danza, incluso de galantería: todo eso está ahí, pero la efusividad amorosa se termina imponiendo. Si usted no conoce este disco, acuda ya mismo a las plataformas habituales.
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