domingo, 17 de marzo de 2024

La Bella Susona: el Maestranza estrena su primera ópera

El Teatro de la Maestranza ha dado dos pasos decisivos a lo largo de su historia lírica –que se remonta a 1991, cuando se hicieron Rigoletto con Kraus y Tosca con Domingo– en lo que a renovación del repertorio se refiere. Uno tuvo lugar en 2006, cuando por voluntad de Pedro Halffter se llevó a escena la Lulu de Alban Berg, rompiendo así con el extremo conservadurismo de la etapa de José Luis Castro; aún queda por estrenarse Wozzeck a orillas del Guadalquivir, todo hay que decirlo –y con ella, muchas óperas importantes de la primera mitad del siglo pasado–, pero al menos se dejó bien claro al público sevillano que la historia de la ópera no se acaba en Turandot, y se abrió la puerta a que se pudieran ver algunas cosas más cercanas en el tiempo. El segundo se ha dado esta misma semana con algo a lo que todo teatro dispuesto a ocupar un lugar en el panorama internacional debe aspirar: el estreno mundial de una ópera de encargo propio. Bueno, en este caso la propuesta inicial partió de la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla por iniciativa de su anterior titular, John Axelrod, pero el Maestranza la hizo propia invitando al compositor Alberto Carretero, que es sevillano y catedrático en el conservatorio de la ciudad, a reconvertir el proyecto original en una ópera. Bravísimo.

Que el punto de partida dramático sea una leyenda hispalense –con punto de partida absolutamente real– le da al asunto más gancho popular, aunque también se presta a que algunos despistados salgan con tópicos y confusiones históricas de extrema gravedad, como hablar de “oscuridades medievales” y cosas así. Verán ustedes, los dos primeros tercios del medioevo europeo fueron relativamente tolerantes en lo religioso, al menos durante el emirato y el califato de Córdoba, aunque también en los reinos del norte. Mientras en Al-Ándalus la intolerancia llegó con los almohades –caso Maimónides–, en territorio cristiano la convivencia se enturbió en el siglo XIV, y el hostigamiento a los judíos en España solo fue grave a partir de los pogromos de 1391, que comenzaron precisamente en Sevilla. En cuanto a la Inquisición Española, no es medieval en absoluto, sino moderna: su creación por parte de los Reyes Católicos en 1478, aunque responda al antisemitismo acumulado por el pueblo durante los cien años anteriores, forma parte del proceso de transformación de una monarquía medieval en lo que fue la primera de las monarquías autoritarias que van a caracterizar a toda la Edad Moderna. De tinieblas medievales, nada de nada. Por cierto, que no tengo muy claro si el ajusticiamiento de Diego Susón –el padre de la protagonista– y de otros presuntos judaizantes tuvo que ver con la intolerancia religiosa eclesiástica o más bien con la –por lo demás, por completo justificada– rebeldía de los conversos sevillanos ante los que les venía encima, justo como ocurrirá en Zaragoza tras el asesinato del inquisidor Pedro de Arbués en 1483. Pero claro, hablarle de todo ello a los inquisidores de hoy, a esos que exigen que nuestras artes se ajusten a unos determinados valores que conduzcan a la población a la moral políticamente correcta y eviten la representación cinematográfica o escénica de comportamientos desviados (¡estos nuevos Torquemadas han llegado a pedir que se relegue a la pobre Butterfly por aquello del presunto carácter heteropatriarcal de la trama!), resulta poco menos que inútil ante la cantidad de prejuicios grabados a machamartillo en su imaginario.

Pero bueno, volvamos a lo nuestro. En la producción de La Bella Susona se ha aspirado a la obra de arte total. Dicho de otra manera, tanto el libreto como la parte escénica tenían que ser obras de arte en sí mismas, no unas meras herramientas al servicio de la música. Esto tiene sus riesgos, y en esta ocasión la cosa ha flojeado por la parte del texto. No son pocos precisamente los melómanos que se quejan de la vertiente literaria de nada menos que El anillo del nibelungo, que solo funciona en compañía de su corespondiente música. A mí me parece que aquí ha pasado algo de eso. Planteando la historia como una serie siniestras fantasmagorías en flashback que visualiza Susona desde el convento en el que decidió recluirse tras traicionar a su padre por amor a un cristiano, el escritor hispalense Rafael Puerto descarta cualquier intento narrativo para desplegar una poesía digamos que “surrealista” en la que se plantean metáforas y asociaciones de imágenes que por momentos resultan muy sugerentes, pero que a mí en general me sobraban. Como no soy crítico literario precisamente, les pongo un ejemplo para que ustedes juzguen por sí mismos, porque mi incapacidad para entender esta poesía resulta grande:

“Y suben mil ladrillos un mensaje de la rosa de los vientos, ocho veces eres libre como Minerva, pues quien en tosca conciencia vive no te verá luna, por edicto del sol en este gran río profundo”.

Triunfo rotundo de la parte visual merced al inteligente trabajo escénico de Carlos Wagner, al tan sencillo como exquisito vestuario de Alejandro Andújar –responsable también de la parca escenografía– y, sobre todo, a la conjunción entre la iluminación de Albert Fayra y los vídeos de Francesc Isern. Felizmente, nada de la Sevilla real se vio allí. Intemporalidad absoluta para una obra marcadamente psicológica en el que el río negro y opresivo –se entiende que es el Guadalquivir, a escasos metros del teatro, pero podría ser cualquier otro– se convierte en macabra metáfora.


¿Y la música? Habrá melómanos poco afines a la creación más o menos contemporánea que habrán pensado que lo que allí se escuchaba era rabiosamente moderno. Para nada: Alberto Carretero ha optado por un eclecticismo el que se percibe el pleno conocimiento y la asimilación –en una escena me parecía escuchar la Notation para orquesta nº 2 de Boulez– de las diferentes vanguardias de los últimos años. Y no lo digo como reproche, sino todo lo contrario. Dictaminar que un compositor de nuestros días tiene que seguir por tal o cual senda so pena de ser considerado como poco comprometido –bien con la modernidad, bien con las necesidades del público– resulta –una vez más– una actitud inquisitorial. Que cada uno escoja cómo quiere escribir, siempre que lo haga con lo que justamente ha demostrado el autor sevillano: con pleno dominio de la técnica, coherencia y potencia a la hora de estimular los sentidos. En el muy inquietante, atmosférico y expresivamente denso juego entre sonidos orquestales y electroacústica diseñado por Carretero no solo no se notaban costuras, sino que había personalidad, fuerza y ganas de comunicar. Al menos, en lo que salía del foso y se escuchaba por los altavoces.

La parte vocal no funcionó a la misma altura: canto melismático que no terminaba de ofrecer la variedad que demandaban las diferentes escenas y que terminaba resultando bastante cansino. Ahí creo que Susona pincha como ópera, un género que, por definición y al margen de la mayor o menor importancia que el compositor de turno conceda a la orquesta, se basa en la fuerza expresiva de la voz. También me parece que al coro no se le sacó todo el provecho debido. Dicho esto, yo escucharía en mi casa repetidamente una larga suite orquestal de esta música y la disfrutaría –la sufriría, en el buen sentido– una barbaridad, quizá más que en el Maestranza: una señora que tenía cerca no paraba de buscar petróleo en su bolso y me estropeó algunos de los mejores momentos de la función.

Sin olvidarnos de la ingeniería sonora a cargo de Sylvain Cadara, que venía del mismísimo IRCAM, hay que elogiar el gran trabajo de Nacho de Paz empuñando la batuta. Sí, ya se que en este tipo de música no hay que “interpretar”, sino más bien que colocar los sonidos en su sitio –cosa nada fácil–, pero la convicción expresiva del maestro de turno y de la orquesta siempre se nota. ¡Ya lo creo que se nota! Y aquí tanto el director como la ROSS se merecieron un fuerte aplauso, no menor que el de la esforzadísima soprano protagonista, Daisi Press, que se tuvo que dejar la piel tanto vocal como escénicamente en su larguísima parte.

Entre el resto del elenco destacó el tenor José Luis Sola, de voz clara y bien emitida. El instrumento grande y pastoso de Luis Cansino era en principio ideal para Abel Susón, pero el barítono madrileño venía de cancelar en el Villamarta por enfermedad y no estaba en óptimas condiciones: el vibrato era excesivo. El contratenor Federico Fioriro me gustó bastante más en su segunda intervención que en la primera. Marina Pardo, con sus defectos y virtudes de siempre: voz densa, emisión engolada, expresividad intensa. 


El aforo ocupado del teatro fue casi la totalidad del mismo: mucho es para el riesgo de la propuesta, así que hay que felicitarse. No hubo desaprobación alguna, y sí considerables aplausos para los responsables de la creación; eso sí, estos jugaban en casa. Ahora les toca acudir al Auditorio de Tenerife, porque la propuesta se ha llevado a cabo en coproducción. Si ustedes tienen la oportunidad, no se la pierdan. Con todos sus desequilibrios, es hora y cuarto de creación que logra inquietar y hacer pensar.

PD. Las estupendas fotos son de Guillermo Mendo y provienen del Facebook oficial del teatro.

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