lunes, 20 de marzo de 2023

Los conciertos de Beethoven por Rubinstein y Barenboim

Arthur Rubinstein y Daniel Barenboim se reunieron en marzo y abril de 1975 en el Kingsway Hall para grabar, con la complicidad de la Filarmónica de Londres, los cinco conciertos para piano de Beethoven. El polaco contaba la friolera de 88 años y a esas alturas, se supone, había dicho todo lo que él podía decir sobre este universo. El porteño, enorme admirador de su colega, no había cumplido aún los 33; en la década anterior había marcado un hito grabando en su faceta de pianista estas cinco joyas junto a un genial Otto Klemperer, pero en discos su único acercamiento al Beethoven sinfónico había sido el Concierto para violín en transcripción para piano, claro está que dirigiéndose a sí mismo, en un registro de 1973 para DG. Aquí nos encontramos, por tanto, ante un director bisoño en este repertorio.

Creo que los resultados fueron positivos para ambos. Rubinstein, increíblemente bien de dedos para la edad que tenía, se mostró capaz de profundizar más en un compositor con el que, justo es reconocerlo, no sintonizaba de la misma gloriosa manera con que lo hacía con Chopin, mientras que Barenboim pudo empezar a explorar un territorio partiendo de presupuestos que debían un tanto a Klemperer al tiempo que demostraban ya una clara personalidad, aunque aún lejos de las maravillas que con estas mismas obras él mismo ofrecería en décadas posteriores. Dicho de otra manera: estas no son interpretaciones de referencia, pero hay en ellas muchas cosas de interés y resulta muy aconsejable conocerlas. Permítanme ofrecerles mis anotaciones sobre cada una de ellas, aunque sea repitiendo líneas que ya he presentado en algunas discografías comparadas. Recientemente Dutton ha recuperado en SACD la imagen sonora cuadrafónica original del sello RCA: tras escuchar los resultados, que me han parecido muy notables, no han variado de manera especial mis reflexiones, aunque globalmente el ciclo, siempre para mi gusto personal, se ha revalorizado.

En el Concierto para piano nº 1 se han conocido interpretaciones más dramáticas, con más pathos y sentido de los contrastes de su primer movimiento. Más paladeadas, hondas y emotivas del segundo. Más efervescentes del tercero. Pero es difícil encontrarlas tan equilibradas como esta. Equilibradas en todos los sentidos: entre la forma y la expresión, entre lo clásico y lo romántico, entre las luces y las sombras… Sin alcanzar Rubinstein ni Barenboim la mayor inspiración posible, los dos artistas desgranan la música con una naturalidad portentosa, exquisito gusto e incuestionable sinceridad. La orquesta, perfectamente trabajada desde el podio, rinde a gran nivel: la particular atención que se presta a las maderas enlaza con lo que Barenboim hacía con la English Chamber por las mismas fechas.

A mi modo de ver, las personalidades de los dos artistas apenas logran sintonizar en el Concierto para piano nº 2, aunque en un sentido contrario al que las respectivas edades nos podrían hacer pensar: mientras el joven maestro ofrece un Beethoven tenso, musculado y abiertamente dramático en el que el amargor toma protagonismo entre las bellezas más o menos clásicas que propone la partitura (¡qué maravilla la dirección del Adagio!), el venerable maestro se queda, aun haciendo gala de esa elegancia varonil que le caracteriza, en una visión más o menos amable que parece venir antes de un intérprete todavía no maduro que de un veteranísimo experto. Únicamente se muestra verdaderamente intenso y comprometido en el Rondo conclusivo, que es donde por fin llegan a encontrarse los dos artistas.

En el Concierto nº 3 Barenboim vuelve a obtener un sonido netamente beethoveniano de la orquesta londinense –insisto: soberbio el tratamiento de las maderas–, al tiempo que apuesta por tempi muy amplios y una concepción concentrada, honda y claramente introspectiva. De esta manera permite que vuele lo más lejos posible el pianismo noble y apolíneo, pero no por ello escasamente comprometido, de un maestro que a estas alturas era capaz de sintetizar toda su sabiduría en una recreación sincera, despojada y de gran belleza. La cadenza es señorial, como también todo el fraseo del Largo. Otros pianistas, entre ellos el propio Barenboim, irán más lejos en su parte, pero el resultado es irreprochable en su ortodoxia. En el movimiento conclusivo, el mítico artista se deja seducir por el temperamento dionisíaco de Barenboim y ofrece una recreación desbordante de luz y entusiasmo. 

Para analizar el acercamiento del Concierto para piano nº 4 (¿la cumbre de todos los conciertos beethovenianos, incluido el de violín?) comparé lo que hizo Rubinstein con Beecham cuando contaba sesenta años, que no eran pocos. A los ochenta y ocho aparenta ser un pianista completamente distinto. En parte puede deberse a que la batuta de su joven protegido se toma la cosas con bastante más calma que la de Sir Thomas (37’29 frente a 30’24’’), pero desde luego Don Arturo se muestra ahora muchísimo más maduro que entonces: su fraseo es mucho más flexible y cantable, su variedad expresiva mayor y más evidente esa elegancia aristocrática que le caracterizaba. Todavía se le escapan algunos de los pliegues expresivos de la partitura, e incluso alguna frase de los movimientos extremos resulta un tanto mecánica, pero a la postre nos encontramos ante la recreación propia de un gran artista. Barenboim, manifiestamente influido por su experiencia con Klemperer aunque aportando una cantabilidad que es cosecha propia, dirige con sobriedad y marcados acentos dramáticos, enfrentando su batuta fogosa al enfoque más bien apolíneo del pianista con resultados excepcionales en un Andante con moto en el que resulta escalofriante, como en pocas interpretaciones se ha escuchado, ver cómo el piano se va encrespando tras las primeras acometidas de la orquesta para luego alcanzarse el equilibrio entre las dos partes. En el Rondó conclusivo el de Buenos Aires sabe ofrecer no solo efervescencia y humor con un punto de picardía sino también sentido dramático, si bien todavía tendrá en el futuro que decir más cosas al respecto.

“Aristocrático” y “señorial” son dos adjetivos que habitualmente leemos asociados al arte de Rubinstein. Perfectamente los podemos aplicar a un Emperador dicho además con virilidad, elegancia, apropiado empuje en los movimientos extremos y cantabilidad por completo alejada de lo melifluo y lo narcisista en el central. Dicho esto, el artista no ofrece toda la variedad sonora y expresiva deseable en una figura de su categoría, e incluso no logra conferir –en absoluto por falta de técnica, sino por su manera algo entrecortada de abordar determinadas frases– la naturalidad y fluidez apropiadas a su discurso. Tampoco Barenboim da aquí lo mejor de sí: particularmente influido por Klemperer –una vez más, en el tratamiento de las maderas–, ofrece una adustez y una rotundidad que casan bien con el concepto del pianista, pero todavía lejos de la variedad de concepto que alcanzará en años sucesivos dirigiéndose a sí mismo. En cualquier caso, notable interpretación que en su movimiento central, trágico y profundo, sí que llega a la mayor altura posible.

Cada día me gusta menos “poner nota” a las interpretaciones, pero como hay lectores que las reclaman, vamos allá: un 9 para los primero cuatro conciertos, un 8 para el quinto.¿Mi integral preferida? La de Barenboim con la Staatskapelle de Berlín.

1 comentario:

canariasesmusica dijo...

¿Cuáles serían sus versiones referenciales de cada uno de ellos?
Saludos. Juan

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