lunes, 19 de diciembre de 2022

Fígaro vuelve a Sevilla en la producción de Sagi (I): la escena

Estuve en la tercera y última de las funciones de Le nozze di Figaro que ha ofrecido el Teatro de la Maestranza, esta vez en la conocida producción de Emilio Sagi que un servidor ha tenido la oportunidad de ver ya en un par de ocasiones, primero en la versión “pequeña y barata” en Jerez de la Frontera, más tarde en la “grande y cara” en una de sus reposiciones en el Teatro Real. Esta última es la que ha llegado a Siviglia. Y lo ha hecho con una acogida extremadamente calurosa por parte del público a la hora de los aplausos finales, aunque también a lo largo de la representación: aunque no se premió en demasía a los cantantes –correctísimos, pero solo eso–, los que estábamos allí sentados percibíamos un regocijo generalizado manifiesto en los murmullos e incluso las risas que despertaban los gags que se presenciaban en la escena, que no eran otros que los de Da Ponte, sin alteración alguna. ¿Había gente que veía Las bodas por primera vez? Sí, exacto. Y quien ya sabía de qué iba el asunto, también se estaba divirtiendo de lo lindo.


Esto me lleva a una reflexión: la necesidad de seguir haciendo –en Sevilla y donde sea– este título maravilloso, probablemente el mejor de Wolfgang Amadeus Mozart y uno de los cuatro o cinco mejores de toda la historia del género operístico; y de hacerlo en producciones como esta, absolutamente tradicionales y apegadas a la dramaturgia de Lorenzo da Ponte. La historia, muy lejos de haber quedado obsoleta, funciona a las mil maravillas gracias a la perfecta fusión entre música y texto. No solo eso: la trama mantiene una vigencia absoluta. ¿Acaso no nos encontramos ante dos señoras empoderadas que quieren vivir libre y plenamente su sexualidad y que, para ello, les dan una lección a rodos los varones que las rodean, empezando por esos dos machistas de libro que son el Conde y el propio Fígaro? No hace falta cambiar ni una coma de la acción: Eso de epatar a la burguesía era cosa de otros tiempos, necesaria en su momento, pero ya caduca. Lo de Peter Sellars, creo recordar que el primero en traer a estos personajes a tiempos recientes, estuvo muy bien cuando se hizo. Ahora ya no hace falta. Antes al contrario, los directores de escena que, a veces con muchísima soberbia y siempre tomando al público por idiota, se empeñan en “actualizar” a los clásicos convirtiéndolos en un manifestación pública de sus traumas sexuales de juventud o en una reivindicación política explícita –peor aún: en las dos cosas al mismo tiempo– son los que están caducos. Ni conectan con el público, ni dialogan con la música, ni nos hacen ver las cosas desde una perspectiva diferente. Cuando se tiene una obra como esta, tan desafiante ya en origen y tan perfecta en su materialización musical y dramática, no hace falta poner ningún cartel que diga “ojito, que aquí los autores están desafiando a la sociedad heteropatriarcal”: basta con pensar un poquito sobre lo que se está viendo.


Dicho esto, para que asunto funcione hay que saber materializar correctamente la idea: una cosa es hacer una escena tradicional y otra muy distinta es caer en lo convencional o en lo rancio, cuando no en el mal gusto. Emilio Sagi, con independencia de lo poquito que a mí me gustó como gestor del Teatro Real, suele ser de los que acierta en esto, y si su Barbero de Sevilla –por no irnos muy lejos en el repertorio– fue flojito, estas Bodas son ya un clásico aplaudido allí donde se presenta. ¿Qué en Sevilla ha gustado más por ser una producción de ambientación hispalense? Seguro, pero eso no la hace menos grande. José Luis Castro en su Barbero del mismo Maestranza apostó también por lo muy sevillano y pinchó en hueso: demasiado esteticismo, poca vida interna. Aquí lo que se ve es, efectivamente, muy bello, pero bello con sentido. La luz –hermosísima– se convierte en un personaje de la acción, y se recurre a la exuberancia floral en el último acto, cuando la música respira mayor erotismo y el entorno ha de ser protagonista. Es jugar un poco con las cartas marcadas, pero también es verdad que se podía meter seriamente la pata. Y no ocurre así, porque hay mucha sabiduría teatral de por medio.


La dirección de actores es, en este sentido, modélica: los personajes se construyen en función de lo que hacen y de cómo lo hacen, sin caer en la gestualidad de trazo grueso. Y se encuentran bien definidos, particularmente unas féminas que están muy por la labor de meterle mano a Cherubino: repárese en que la tercera parte de la trilogía de Beaumarchais gira en torno al hijo ilegítimo de la Condesa y del joven galán, fallecido en combate.

Por otra parte, el humor es justo el necesario. Risueño en su punto exacto, sin pasarse ni quedarse corto. Lo mismo ocurre con algo tan imprescindible en Mozart, más aún en este título, como es la melancolía: el citado José Luis Castro se pasó en la dosis de esta última en su propia producción de Le nozze


La dirección de figurantes y coro es también irreprochable, al igual que la coreografía del fandango a cargo de Nuria Castejón. Preciosos los figurines de Renata Schussheim, y muy bien la escenografía de Daniele Bianco, sin recargamientos innecesarios. Solo un reparo a este último, bastante pedantorro por mi parte: el módulo de las arquerías y el diseño de las columnas de los actos primero y tercero está mucho más cerca del patio “mudéjar” de la Cartuja de las Cuevas que de lo que pudo ser un palacio sevillano de la Edad Moderna.

Finalmente, apuntar el buen pulso teatral del espectáculo: las tres horas y media pasaron de un tirón. En la próxima entrada intentaré apuntar algo sobre la parte musical.

 

Fotografías: Guillermo Mendo/Teatro de la Maestranza. ¡Gracias mil a los dos!

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