sábado, 20 de agosto de 2016

Barenboim y las Sinfonías de Mozart en el Maestranza

Una introducción lenta, solemne, impregnada de atmósfera ominosa y con un silencio de poderosísima fuerza expresiva, muy en la línea de lo que hacía Furtwaengler con la escena del Comendador en Don Giovanni, ya dejaba bien claro en el terreno en el que se mueve Barenboim: el de la hipersubjetividad musical, entendiendo esto no como la decisión de ignorar lo que dice la partitura, sino la de entender la dirección de orquesta poniendo como base no necesariamente lo que sabemos sobre el compositor, sobre sus presuntas intenciones o sobre la praxis de la época, sino la pura sensibilidad personal del intérprete, su visión del arte, del ser humano e incluso de la existencia, a veces incluso el estado de ánimo en un momento concreto, pero haciéndolo a partir de las posibilidades que esconden las notas y poniendo de relieve cosas que se escondían en ellas y que, al salir a la luz, nos descubren cuánta genialidad hay en las grandes creaciones de la historia de la música. Es el arte de Furt y de su dolor intenso, ciertamente, pero también del antirromanticismo combativo y lleno de mala leche de un Klemperer, del humanismo conmovedor de un Giulini o del goce dionisíaco de un Bernstein, por citar a los que quizá sean los más grandes directores en esta línea. El intérprete como (re)creador mucho antes que el intérprete como traductor –estoy pensando ahora en un Kubelik, un Karajan o un Solti, enormes maestros que poco tienen que ver con lo que estoy intentando explicar–, y en el extremo opuesto del intérprete como arqueólogo, el que confunde la letra con el espíritu y da primacía a cuestiones sobre organología y articulación aun con el riesgo de ser incapaz de poner de relieve lo que realmente hace grande a las mejores creaciones de la música, que no es sino la capacidad para decir cosas sobre el ser humano, para reflexionar sobre las mismas y, por descontado, para emocionarnos con ellas.


Introducción gótica y cargada de malos presagios, decía, la de esta Sinfonía nº 39 de Mozart que abrió la nueva aparición de Daniel Barenboim y la West-Eastern Divan Orchestra el pasado jueves 18 de agosto en el Teatro de la Maestranza, en un concierto que discurrió de manera bastante similar al que ofreciera el pasado 28 de octubre en Granada. A lo que escribí entonces en este blog me remito, aunque no voy a dejar de señalar algunas significativas diferencias. El Allegro estuvo llevado de la misma manera admirable que entonces, con empuje y con decisión, marcando músculo en la sonoridad pero sin el menor rastro de pesadez y atendiendo siempre a la claridad de todas las líneas instrumentales.

El Andante con moto de Granada me había decepcionado: la considerable lentitud con que lo aborda, lentitud que él encuentra necesaria para generar grandes arcos melódicos llenos de hondura humanística, condujo entonces a una pérdida de pulso con la que quizá tuvo que ver una cuerda que no sonó con la tersura y empaste deseables. En Sevilla la orquesta funcionó mucho mejor –con el enorme Guy Braunstein de concertino y Madeleine Carruzzo, también de la Filarmónica de Berlín, escondida entre los músicos de Oriente– y no hubo, ni aquí ni en ningún momento del concierto, la menor caída de tensión. El resultado fue de una belleza estremecedora, siempre desde la óptica del Mozart que el maestro hace en estos días; es decir, y como expliqué en la discografía comparada, mezclando el dramatismo de su registro discográfico de hace cuarenta y ocho años con ese particular sentido de lo cálido, de lo luminoso e incluso de lo risueño que el maestro ha venido desarrollando en fechas más recientes. En el Menuetto me sigue interesando muchísimo cómo hacen las cosas los historicistas, con tempi más rápidos y marcando de manera clara el tiempo fuerte del compás, pero esta vez se ha apreciado de manera notable el deseo del de Buenos Aires de agilizar las cosas y de aportar ese toque popular y ese particular sentido del humor un poco rústico que tan bien le sienta a esta música. El Allegro conclusivo ha sido espléndido, aunque aquí me resulta difícil olvidar el milagro de Solti –pura electricidad– en este movimiento.

La Sinfonía nº 40 no me recordó a la locura, genial locura, de su toma radiofónica con la Filarmónica de Viena, sino a la de Granada. Dije entonces que la del Auditorio Manuel de Falla fue la más grande de cuantas he escuchado –Furtwaengler, Kubelik, Böhm y cuantos ustedes quieran incluidos–. Lo sigue siendo, aunque esta del Maestranza ha sido bastante similar. Me vuelvo a remitir a lo que escribí en aquella ocasión, añadiendo que esta vez el Molto Allegro me ha parecido menos bien hilado mientras que, por el contrario, el Andante todavía ha alcanzado mayores cotas de emotividad, de vuelo lírico y de carácter agónico: la tragedia interna de Mozart, revestida siempre de la más extraordinaria belleza formal, adquiere con el maestro una profundidad incomparable. Probablemente también ha sido mejor en Sevilla el Menuetto, con una cuerda grave poderosa y un tratamiento de la expresión que dejaron más claro que nunca qué hace esta música metida en medio de una partitura tan dramática como la KV 550. Hubo aquí, como en el resto de la velada, mucha inventiva por parte de un músico siempre dispuesto a que cada interpretación sea una experiencia única e irrepetible. Ángel Carrascosa estaba sentado a mi lado, y él y yo estuvimos todo el tiempo intercambiando señales advirtiéndonos mutuamente las múltiples acentuaciones nuevas, de las líneas sacadas a la luz (¡qué violas, cielo santo!) y los detalles que aquí y allá nos revelaban las múltiples posibilidades que, en manos de un genio de la interpretación, aún albergan creaciones como esta.

En cuanto a la Júpiter, pienso que su primer movimiento tan lleno de empuje podía haber estado un poco más paladeado, e incluso haber revestido su carácter dionisíaco con los aspectos aponíneos que convirtieron la grabación del propio Barenboim con la Orquesta de París –aún no en CD, dicho sea de paso– en un hito discográfico irrepetible. En el Andante cantabile sigue sin convencerme que haga uso de la sordina, si bien la manera de cantar la música, con un legato para derretirse y muchísima atención a los aspectos más lacerantes, elevaron la interpretación a unas cotas de altísima poesía. Irreprochable el Menuetto, y sencillamente excepcional el portentoso movimiento conclusivo, trazado con un magisterio incomparable y dicho con una energía más jupiterina que nunca, redondeando uno de los más grandes conciertos de la historia del Maestranza. El público así lo supo ver, aunque no quienes presuntamente andan mejor informados. Sobre ello y sobre las múltiples razones que explican el rechazo visceral de algunos críticos sevillanos hacia Barenboim, escribiré dentro de unos días. Ahora me toca disfrutar de la playa. Hasta entonces.


PD: la foto se la he robado a un amigo de Instagram. ¡Gracias!

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