jueves, 25 de diciembre de 2008

Por Navidad, El Mesías

El Mesías es a la Navidad lo mismo que los señores disfrazados de Papá Noel en la puerta de los grandes almacenes, el spray de nieve artificial y el arbolito con bolas de colorines y espumillón: un componente tan fastidiosamente ineludible como ajeno a la tradición latina del Portal de Belén, el turrón y los Reyes Magos. Una importación más -del mundo anglosajón, of course-, sólo que en este caso muy bien avenida, toda vez que la música que Haendel compusiera para su Nuevo Oratorio Sacro -así lo tituló en su estreno londinense para evitar, infructuosamente, las iras del puritanismo- es absolutamente maravillosa.

Difícilmente pudo el compositor imaginar que su creación iba a vincularse con el tiempo a las fiestas navideñas; de hecho, él mismo convirtió en tradición su interpretación el Martes Santo. Tampoco espiritualmente tiene mucho que ver esta obra con el catolicismo, pues a pesar de haber conocido su estreno en Irlanda, su concepción de la figura de Cristo responde plenamente a la de la iglesia anglicana, es decir, a un abstracto concepto teológico antes que a la materialización concreta y humana del mismo. Ni siquiera hay (salvo en un momento muy concreto, el del anuncio a los pastores) alusión directa alguna a la vida de Jesús.

Pero lo cierto es que la obra alcanza una extraordinaria universalidad. Esto sin duda se debe a la inspiración melódica y al portentoso dominio polifónico de Haendel, pero también a su inteligencia a la hora de fundir elementos de procedencia muy diversa para crear una innovadora fórmula de oratorio. Hemos de tener en cuenta que cuando en 1741 su admirador y colaborador literario Charles Jennens le animó a trabajar sobre un atípico -por escasamente narrativo- libreto que había realizado fundiendo pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento, el gran compositor se encontraba en un momento de relativa crisis profesional.

Tras haber marcado las pautas de la vida musical inglesa a lo largo de tres décadas, la ópera ya no le resultaba atractiva, -quizá por la competencia ejercida en Londres por otras compañías-, y encontró en el oratorio, género que ya había cultivado tanto en Italia como en Inglaterra (recordemos su trascendental Israel en Egipto, de 1738), una vía de escape lo suficientemente atractiva en lo creativo y en lo económico.

Los musicólogos han profundizado sobre el asunto, pero aquí sólo podemos señalar de manera superficial los elementos que recoge el autor de L’Allegro, il Penseroso ed il Moderato: el coral luterano, la integración de coro, orquesta y solistas vocales que se practicaba en diferentes centros católicos del sur de Alemania, la tradición anglicana, la música francesa y, finalmente, Italia.

Así por ejemplo, la estructura tripartita (grosso modo: Natividad, Pasión y Redención) deriva de la ópera italiana, como lo hacen las -sólo dos, pero muy relevantes- arias da capo incluidas. El componente pastoril (“Pifa”, aria “He shall feed his flock”) también tiene que ver con el mundo latino. La obertura está construida a la francesa. El protagonismo del coro, mucho mayor aquí que en la mayoría de sus oratorios, en gran medida se planteó con miras a satisfacer los gustos de la burguesía anglicana; obviamente se les ocultaría que algunos de los números corales procedían de dúos de amor que había compuesto tiempo atrás (entre ellos el bellísimo “For unto us a Child is born”).

Esta fusión de elementos es tratada de forma sumamente original. Así por ejemplo, la mayoría de las arias están desarrolladas de manera libre y creativa. Igualmente personal es la yuxtaposición abrupta -aunque dentro de una cuidadosamente planificada estructura tonal- de diferentes números de muy diferente carácter, recurso altamente teatral que Haendel usó con efectividad.

La orquestación y el número de ejecutantes de la obra ya variaba considerablemente en vida del autor, quien desde luego tenía una visión de la música mucho más pragmática que nuestra cerrada mentalidad burguesa, que tanto tiende a idealizar el hecho artístico. Todo variaba en función de la cantidad y calidad de los intérpretes disponibles. Así, la orquestación que realizó para el estreno en Dublín era reducida y extremadamente simple, seguramente para no encontrarse con ninguna sorpresa desagradable a la hora de completar las fuerzas sonoras.

La de las ejecuciones en el Foundling Hospital, a las que abajo nos referiremos, requerían ya unos conjuntos un poco más nutridos y variados. Dado que el compositor legó la partitura entonces utilizada en su testamento, sobre ella han podido trabajar muchos de los directores historicistas a la hora de recuperar las sonoridades originales. Originales, sí, pero no necesariamente históricas: en 1784, tan sólo 25 años después del fallecimiento de Haendel, ya se interpretaba con 526 músicos, y ahí no hay culpa que echarle a “deformación romántica” alguna.

Vamos, que no parece ser especialmente grave que el número de ejecutantes sea elevado. De hecho, el mejor Mesías que he disfrutado en directo se lo escuché en las Navidades del año 2000 a Robert King al frente de la Sinfónica de Sevilla y un coro que en determinados momentos clave de la partitura alcanzaba -con el concurso de participantes no profesionales- la cifra de 200 integrantes. Y puedo jurar que aquello sonó bien y muy, muy barroco.

La propia estructura de la obra variaba igualmente en función de la disponibilidad y posibilidades técnicas de los cantantes. Sobre la partitura original estrenada en Dublín, Haendel añadió, eliminó y alteró diversos números, e igualmente adaptó la asignación de las arias a determinadas cuerdas en función de las voces con que se contaba. De ahí que hoy el oyente pueda apreciar diferencias más o menos sustanciales en función de la edición seguida.

Terminemos realizando un repaso histórico. La obra fue compuesta en Londres, con la asombrosa celeridad habitual del compositor, entre el 22 de agosto y el 14 de septiembre de 1742, no se sabe muy bien si con Irlanda en mente desde el principio o más bien pensando en las temporadas londinenses. Su multitudinario estreno tuvo lugar en Dublín, el 13 de abril de 1742, Martes Santo, destinándose la sustanciosa recaudación a obras de caridad. El marzo siguiente tuvo lugar la presentación en el Covent Garden, donde recibió una fría acogida en gran medida provocada por ciertos fanáticos puritanos, escandalizados -en una actitud hipócrita y represora propia de las mentalidades estrechas- ante el hecho de que una obra en torno a la figura de Cristo se representase en un contexto profano.


Pero a partir de 1750 El Mesías iba a vincularse a lo litúrgico, al tiempo que volvía a adquirir tintes caritativos, ya que su autor decidió ofrecerlo en la capilla del Foundling Hospital con el fin de recaudar fondos para ayudar a esta institución consagrada a la acogida de niños abandonados. Desde entonces su éxito fue in crescendo. No menos de cincuenta y seis ejecuciones fueron ofrecidas en vida del compositor, buena parte de ellas dirigidas por él mismo o bajo su supervisión. Y tras la reorquestación realizada por Mozart, el incremento de su fama fue parejo al de la nómina de intérpretes, llegándose a congregar masas ingentes para determinadas ejecuciones; por ejemplo, la que tuvo lugar en el Palacio de Cristal de Londres en el centenario del fallecimiento de Haendel, con una orquesta de 460 componentes y un coro de 2.765 cantores.

Tal hipertrofia se mantuvo -no sin voces críticas- hasta las primeras décadas del siglo XX; afortunadamente, en los sesenta comenzó un proceso de recuperación de las condiciones apropiadas para su interpretación, al hilo de las investigaciones sobre el hasta entonces bastante olvidado repertorio barroco. Pero de eso vamos a hablar en la entrada siguiente.
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Artículo publicado en el número de enero de 2002 de la revista Ritmo.


PS. El texto se presenta aquí en su forma original, con apenas unas mínimas modificaciones, pero la discografiía que lo acompañaba la dejo para la próxima entrada.

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