Ahora que se ha puesto de moda un Beethoven pequeñito, ora inofensivo y biensonado, ora agresivo y convulso como ese bodrio de Bezuidenhout, Heras-Casado y la Barroca de Friburgo que comenté aquí mismo, resulta un placer volver a versiones del Concierto para piano nº 5, Emperador de esas que ya no se hacen "porque no están históricamente informadas". O quizá porque reivindican algo que tanto intérpretes como público no están muy dispuestos a aceptar: la densidad intelectual de la música y, por consiguiente, la necesidad de un considerable esfuerzo mental tanto para hacerla como para disfrutarla. Es justo lo que ocurre con la grabación que, con la complicidad de un jovencísimo Daniel Barenboim, realizó Otto Klemperer al frente de su New Philharmonia Orchestra para EMI en octubre de 1967 con una toma sonora que, aun sufriendo un punto de distorsión, ha mejorado muchísimo tras el nuevo procesamiento de las cintas realizado en 2023.
Es la de Klemperer una dirección genial: rocosa pero muy clara, de arquitectura perfecta, llena de fuerza pero dicha con naturalidad y una asombrosa grandeza espiritual. Lo mejor, un primer movimiento verdaderamente imperial, rotundo, poderosísimo más no por ello “romántico”, sino más bien del más marmóreo y severo neoclasicismo. Como lección de técnica de batuta, insuperable. ¡Qué manera de trabajar bloques sonoros! ¡Qué claridad! Y qué maderas las de la formación británica, dicho sea de paso. El segundo no es muy efusivo ni cantable, sino más bien doliente y de una concentración asombrosa; opción discutible por unilateral, pero coherente con planteamiento de Klemperer. El tercero quiere ser épico. Quiere y lo consigue, aunque siempre bajo los singulares parámetros del maestro de Breslau y, por ende, descartando todo “entusiasmo romántico” y manteniendo la arquitectura bajo un perfecto control; el encanto y la sensualidad quedan descartados. ¿Y Barenboim? Estupendo de dedos, denso en el sonido, concentrado en el fraseo, severo y reflexivo en la expresión, siempre en absoluta sinfonía con la batuta, pero sin la riqueza de matices, la flexibilidad ni la variedad expresiva de sus grabaciones posteriores.
Dos mejor que uno, dicen, así que he acudido a la toma radiofónica de un concierto en vivo ofrecido en el Royal Festival Hall londinense en 1957 de nuevo con Klemperer y su orquesta, pero esta vez con Claudio Arrau como solista. Una pena que la toma, correcta para tratarse de un live, sea monofónica, porque la comparación ha sido interesantísima. Por esas fechas ya Klemperer era el que todos conocemos: severísimo, granítico al tiempo que lleno de fuerza, desinteresado por la belleza sonora y volcado en el estudio de las grandes tensiones generadas por enfrentamiento de bloques sonoros, por la armonía y por el contrapunto, pero también es verdad que su Beethoven aún estaba por alcanzar su más alto grado de genialidad en lo que se refiere no solo a la expresión, sino también en depuración sonora y en lentitudes al borde del precipicio. En este sentido, la presente recreación podría considerarse como una especie de borrador de la de estudio diez años posterior... si no fuera porque hay un destacado aspecto que la diferencia de ella: una cierta frescura e inmediatez “del vivo” que nos retratan a un Beethoven más cercano, más humano incluso, que aquel del que estamos acostumbrados con el maestro de Breslau.
En cuanto al solista, prefiero a este Arrau de 54 años que al Barenboim de 25. En parte se trata de una cuestión de madurez, claro está, pero no solo es eso. Es que Don Claudio puede permitirse plantarle cara a Herr Klemperer e ir por libre, que es exactamente lo que hace ofreciendo un Beethoven que no es solo dramático, intenso y señorial, sino también profundamente humanístico, sensual y cantable; por ello mismo resulta más dialogante con la orquesta, más rico en significaciones y más convincente. Una década más tarde Barenboim, aun rebosando talento, se limitará a seguir a pies juntillas los designios de Klemperer y a funcionar, en cierto modo, como una parte más de la gran arquitectura trazada por la batuta. Cuando se libre de su vigilante mirada, se convertirá en el más grande recreador de la página.
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