Los numerosos –demasiados, a decir verdad– discos de segunda mano que me he traído de mi reciente viaje a Alemania me han llevado a escuchar tres diferentes grabaciones del Divertimento nº 15, KV 287, de Wolfgang Amadeus Mozart. Tengo entendido que fue el padre del compositor el que lo denominó Lodronische Nachtmusik nº 2, por aquello de haber sido la segunda página de estas características escritas para la Condesa Lodron como "hilo musical" de sus fiestas. Da igual para qué lo compusiera: es música maravillosa, y punto.
Primera versión: Karajan con la Filarmónica de Berlín, registro realizado por DG en 1987. Es posible que fuera el último del salzburgués dirigiendo a Mozart. De esta misma obra ya tenía dos grabaciones oficiales con la misma orquesta, la DG de 1967 y la filmación en Osaka de 1984 publicada por Sony. Ambas las conocí hace tiempo, pero no he vuelto a escucharlas. Tiene también una versión en vivo de los años setenta editada por Testament, lo que confirma su especial interés por la partitura.
Pero bueno, ¿como es esta interpretación? Podría pensarse que el Don Heriberto ofrecería una lectura pesadota o fuera de estilo, pero no es exactamente así. Karajan alcanza un aceptable equilibrio entre la musculatura de la Filarmónica de Berlín –muy nutrida, probablemente en exceso– y la ligereza y agilidad que necesita Mozart. Frasea con naturalidad, canta maravillosamente las melodías y, por descontado, ofrece una extraordinaria dosis de belleza sonora que bordea, sin caer en ella, la tentación del narcicismo. Dicho esto, se puede pedir un poco más de chispa, de sal y pimienta. Y se puede echar de menos un lirismo más claramente agridulce en los pasajes más introvertidos, si bien en la introducción lenta al último movimiento, con ese solo de violín tan operístico, Karajan sí que ofrece pathos, incluso amargor. A la postre, sugestiva y hermosísima recreación.
Seguí con Sandor Végh y la Camerata Academica des Mozarteums Salzburg, un registro que forma parte de la integral del maestro húngaro para el sello Capriccio. La orquesta no alcanza la calidad superlativa de la Filarmónica de Berlín, cuyo empaste y terciopelo resultan inalcanzables, pero se encuentra menos nutrida. Esta última circunstancia y la formidable síntesis entre agilidad y naturalidad de su fraseo la hacen más adecuada que la de Karajan. Expresivamente todo es exquisito, en el mejor de los sentidos: por la ligereza bien entendida que preside toda la recreación, por el sentido de lo apolíneo –equilibrio y elegancia, más no sosería– y también por ese indefinible punto de magia mozartiana del más estricto clasicismo. Dicho de otra manera, la música vuela con la más depurada poesía sin que el pathos cobre mucha presencia.
A pesar de tratarse de una clarísima referencia discográfica, la recreación de Vegh me dejó un poquito con la miel en los labios: da la impresión de que no está todo dicho, de que esto se puede hacer de otro modo. La sensación la confirmé con un tercer registro que busqué en mis estanterías, descubriendo que lo tenía firmado por su protagonista, ese singular e infravalorado maestro que se llamaba Jeffrey Tate. Lo realizó para EMI en 1988 poniéndose al frente de la English Chanber Orchestra, todo un lujo, si bien no contó con la mejor de las tomas de sonido posible: quedó un poco reverberante.
A medio camino entre Karajan y Végh en lo puramente sonoro, el maestro británico aporta algo que no tiene ninguno de los dos. Algo que no es posible definir haciendo referencia a parámetros técnicos, a la praxis interpretativa, sino a un término tan escurridizo como evocador: carnalidad. Ojo, que no debe ser confundida con el hedonismo de Karajan. Esto es otra cosa. Tiene que ver con las sensaciones físicas que produce el sonido, ciertamente, pero también con el goce de las emociones; emociones que se elevan a la máxima temperatura posible y que, por ello, resultan especialmente contrastadas. Emociones entre las que tienen cabida tanto aquellas más espirituales como las cercanas a los placeres de la carne, en el sentido más amplio del término. Con Tate no solo se admira la belleza –Karajan– y nos dejamos llevar por el vuelo poético –Végh–, sino que también se disfruta a tope con la sensualidad, la picardía, la frescura melódica, el empuje y también el llanto: cuando le toca el turno, el violín de la ECO –José Luis García Asensio– resulta lacerante a más no poder.
Por todo lo expuesto, y aun siendo una versión menos indiscutible que la de Végh, me quedo con la de Tate. Ahora bien, ¿alguien ha dicho que tenga que escoger? Como no es así, me quedo con las tres, porque cada una de ellas dice algo interesante sobre Mozart. Y sobre Mozart hay mucho que decir.
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