Lo mejor de esta Turandot no ha sido la vigencia de la propuesta visual de Jean-Pierre Ponnelle, ni el muy notable nivel de los cuerpos estable de la casa, ni la globalmente aceptable labor de los cantantes congregados. Lo realmente grande ha estado en el llenazo de las seis funciones –con doble reparto– ofrecidas por el Teatro de la Maestranza, y sobre todo en la cara de felicidad con que salía el público. Estuve atento a los comentarios: había verdadero entusiasmo, e incluso se notaba que algunos escuchaban esta obra por primera vez. Esa es, y no otra, la misión de un teatro público: dar a conocer la alta cultura sirviéndola en buenas condiciones artísticas y –no lo olvidemos– a un precio asequible. Las entradas más caras están a 130 euros, las de hoy jueves –segundo reparto– a 75. Igualito que ese Teatro Real, también público, que ofrece la Theodora de Haendel a 280; el sábado asciende al asunto hasta los 294 euracos. ¡Y se quedan tan ancho el coliseo madrileño!
Parte del éxito entre el público se debe a que no se le ha tomado por imbécil ofreciéndole una producción deshonesta. Mucho ojo, que soy el primero en reivindicar la imaginación, la audacia y el deseo de hacer pensar a la hora de montar una puesta en escena. Pero una cosa es eso y otra muy distinta empeñarse en convertir todas y cada una de las óperas del repertorio en una oportunidad para lanzar mensajes morales a costa de diseñar una dramaturgia paralela que choca abiertamente tanto con lo que se lee en los sobretítulos como lo que se escucha. Claro, para un regista es muy fácil montar un numerito “políticamente comprometido” con el que convertirse en el centro de la función y luego acusar al público de rancio, acomodaticio y no sé cuántas cosas más. Y los teatros contentísimos de conseguir publicidad gratuita a costa del escándalo, claro.
Por eso mismo, producciones como esta que el malogrado regista francés diseñara en 1987 para el Teatro de la Fenice y que ahora pertenece al Maestranza son cada día más bienvenidas. Turandot es Turandot, y punto. Es decir, una fábula que no admite ningún tipo de lectura más o menos naturalista. Pero luego hay dos problemas. Uno, cómo plasmar ese relato fabulado sin caer en tópicos: Ponnelle lo consigue solo a medias. El segundo, ofrecer imágenes visuales que al mismo tiempo resulten hermosas y significativas evitando el gran peligro que tiene este título en concreto, no otro que la horterada monumental. En eso Ponnelle sí que triunfa por completo con esa gigantesca cabeza giratoria que por detrás es un palacio, así como con un vestuario que sabe ser muy atractivo sin perder el buen gusto. Ahí está la clave: buen gusto. Difícil de definir, fácil de percibir.
Justo es reconocer que en las dos anteriores ocasiones que se vio esta producción en el Maestranza el conjunto quedaba, pese a lo apuntado, un poquito soso en el apartado visual. Ahora Juan Manuel Guerra ha mejorado la iluminación de manera apreciable, añadiendo además unas proyecciones de las que abusó un tanto, pero que globalmente aportaron más que molestaron. Ahora está mejor.
De la dirección escénica original queda poco. Lo que se vio en Sevilla en aquella primera ocasión fue ya la adaptación de la ayudante de Ponnelle, Sonja Frissel, y lo que ahora tenemos probablemente no es más que un pálido reflejo del original. El director Emilio López ha recreado aquella con más atención a las masas que a los protagonistas: Calaf, Liù y Timur actuaron francamente mal. También se podían haber ahorrado las coreografías del verdugo, que parecían un numerito del Un, dos, tres. Francamente bien, por el contrario, el tratamiento de las tres máscaras y sus correspondientes alter ego mímicos.
La parte musical
Estoy completamente de acuerdo con los que afirman que la calidad de un teatro lírico no se mide por la categoría de sus voces invitadas, sino por la calidad de los cuerpos estables. Por eso mismo, no por potra cosa, el Palau de Les Arts es el número uno en España. Fui uno de los privilegiados que pudo escuchar la segunda Turandot valenciana de Zubin Mehta, allá por 2014 (¡cómo pasa el tiempo!). Aquí mismo pude explicar cómo me senté sobre el foso y apenas miré al escenario, porque Mehta y la orquesta no podían ser sino el centro de mi atención. Había que ver aquello: el más grande director que ha conocido este título en su historia desplegando su magia al frente de una formación es espléndido nivel, tan por encima de la de su Maggio Musicale. Claro, escuchar este título ahora en Sevilla ha sido aterrizar; pero aterrizar bien, porque soy consciente de que aquello fue excepcional y, además, sé lo que hay por ahí. ¿Acaso creen ustedes que la versión que vi en el Covent Garden en 2017, con un mediocre Dan Ettinger a la batuta y Alagna desafinando todo lo que quiso, fue mejor que lo escuchado en el Maestranza? Pues no.
Sonó francamente bien la Sinfónica de Sevilla, empastada y con todo en su sitio. Nada que ver con la Quinta de Prokofiev de hace unos meses con Marc Soustrot, mediocremente tocada, ni con los desajustes de la Sinfonia da Requiem de Britten con Sagripanti que hizo hace poco en el Villamarta. Las dificultades de la escritura de un Puccini que aquí, después de sus maravillosas indagaciones expresionistas de Fanciulla y Trittico quiso absorber el universo del Stravinsky más brutal, fueron resueltas sin mácula por los profesores de la orquesta sevillana. Aunque claro, para dificultades las del coro, y aquí hay que decir que, con todos los respetos al fabuloso Cor de la Generalitat Valenciana, el Coro del Teatro de la Maestranza –sometido al tercer grado por una batuta que exigía fortísimos atronadores– ha estado a su altura, diría que como pocas veces lo he escuchado. Aplausos para ellos y para su director Iñigo Sampil, como también para la Escolanía de los Palacios dirigida por Enrique Cabello.
Llevaba la batuta Gianluca Marcianò. A él se debe en no pequeña medida que la ROSS sonara como sonó, y por ello no vamos a regatear elogios, pero tampoco sería justo no reconocer que su labor de quedó a medio camino. Miren ustedes, Turandot no es solamente sonar con empaste, con brillantez y muy fuerte, en inyectar ritmo y en ofrecer sabor teatral. Eso es una parte. La otra consiste en revelar las increíbles texturas puccinianas, graduar tensiones, dejar que la música respire cuando debe y levantar el vuelo poético. Ahí Marcianò se quedó corto. La suya fue una dirección muy “echada pa’lante”, vistosísima y de alto voltaje dramático, pero corta en atmósfera y parca en sutilezas. El estudio de dinámicas fue pobre, las transiciones estuvieron resueltas a hachazo limpio y esa escena tan genial y decisiva que va desde el “Signore, escolta” hasta el final del acto primero no acumuló tensiones, sino decibelios. El maestro solo se animó un poco –quiero decir, controló su temperamento– en las evocaciones líricas de los tres ministros en el segundo acto, así como en todas las arias. La parte compuesta por Francesco Alfano creo que no estuvo del todo bien defendida.
A Oksana Dyka la escuché hace años haciendo Madama Butterfly con Lorin Maazel y Tosca con Omer Weller, en ambos casos en Valencia. Dos fuentes muy distintas entre sí me dijeron que en el Maestranza estuvo bien en el ensayo general y mal en la noche del estreno. La función que yo comento es la del miércoles 13: fue de menos a más. La soprano ucraniana ofrece graves aceptables, un sólido centro y un brillo metálico en la voz que a mí me parece idóneo para Turandot. El problema es que ese metal se transforma en algo insufrible en cuanto asciende al agudo, lo que deslució de manera considerable todo su acto segundo, por lo demás casi imposible de resolver: entiendo que la tensión vocal que exige Puccini no es sino una manera de extremar la tensión dramática del personaje, pero no hay soprano que salga indemne del reto. El acto tercero lo resolvió Dyka de manera muchísimo más satisfactoria, siempre dentro de un concepto muy temperamental y rotundo de la princesa, con ella más distante que humana. Como actriz fue, con diferencia, la mejor de la noche. Y no hay que desdeñar que se trata de una señora muy guapa: recuérdese que Calaf se enamora de ella solo con verla.
Con Jorge de León todos sabíamos lo que nos íbamos a encontrar, porque es uno de los cantantes más demandados por los teatros españoles. De hecho, creo que es el tenor al que más veces he escuchado en directo, incluyendo el Calaf que hizo precisamente en aquella función con Mehta en Valencia. Más de lo mismo: muy buena voz movida por técnica primaria enfocada a ofrecer sólidos y prolongados agudos. Los dio. Por lo demás, enfoque valiente y muy latino del personaje, justo lo que se espera en Puccini. Los matices se quedaron por el camino, pero una vez más nos lo pasamos bien escuchándole.
Si el público acogió con calor al tenor tinerfeño, se desbordó plenamente con Miren Urbieta-Vega. Con razón. Vale, es verdad que Liù –como la Micaela de Carmen– es un verdadero bomboncito, porque canta poco y se lleva todos los aplausos. Pero la soprano donostiarra no se limitó a cantar bonito, que es lo que hacen la mayoría de las que encargan a la esclava. Antes al contrario, aportó una intensidad dramática, incluso un carácter desafiante, que no estamos acostumbrados a escuchar en esta parte: fue revelador, muy particularmente en “Tanto amore segreto”. Como además el canto fue de muy buena calidad –hubo algún filado muy notable–, el éxito fue mucho más allá del que suele alcanzarse con este tan querido personaje.
Discreto sin más el Timur de Maxim Kuzmin-Karavaev, voz sin suficiente entidad para el personaje. Josep Fadó fue un Altoum que se salió de la habitual línea de anciano de voz tremolante. Muy flojo el Mandarín de César San Martín, pero de muy buen nivel las tres máscaras: Pablo Ruiz –destacado Ping– Manuel de Diego y Jorge Franco. Por cierto, ¿se han fijado en que la mayoría de los cantantes son españoles?
PD. Las excelentes fotos son las oficiales de Guillermo Mendo.
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