miércoles, 13 de agosto de 2025

Mendelssohn por Lang Lang, Barenboim y la WEDO en Bremen

Paso a comentar la primera parte del programa que ofrecieron Daniel Barenboim, Lang Lang y la West-Eastern Divan Orchestra en Bremen el pasado sábado 9 de agosto. En los atriles, el Concierto para piano nº 1 de Felix Mendelssohn.

Los dos artistas habían grabado la obra en febrero de 2003 junto a la Sinfónica de Chicago para DG. Aquella fue una enorme recreación, muy en particular por parte del pianista. El asunto era ver qué hacía Barenboim ahora que tiende a ralentizar los tempi. ¿Cedería Lang Lang, con lo muchísimo que le gusta hacer exhibición de agilidad digital? Unos brevísimos vídeos de los ensayos disponibles en la red parecían apuntar a que sí, a que la página se iba a abordar con menor rapidez que entonces, pero al final no ha sido así: los tempi de Bremen fueron como los del disco. Está claro que hubo un tira y afloja en el que salió ganando el pianista chino. Habida cuenta de que cuando Barenboim toca con Argerich pasa algo parecido, hay que concluir que el maestro porteño está lejos de imponer sus ideas a los solistas. Más bien lo contrario.

Dicho esto, y aun similar en tempi, la dirección ha sido todavía mejor que en el disco: más intensos los movimientos extremos y, sobre todo, mucho más poético e inspirado el Andante central. El maestro ha sabido sacarle más jugo a la obra, aportado todo ese especialísimo sentido de la ternura y de la sensualidad que ha desarrollado de manera especial en estos últimos años. Y escandalícese el que quiera, pero en el referido movimiento la cuerda de la WEDO sonó con mayor belleza y fraseó con superior vuelo lírico que la de la Sinfónica de Chicago. Por lo demás, la formación multicultural se entregó a fondo para responder con el extremo virtuosismo que la obra demanda, ofreció una articulación adecuada para el autor, tocó con admirable depuración sonora y fue muy bien controlada por una batuta que equilibro los planos con transparencia al tiempo que desplegó tremendas dosis de energía. ¡Serán imbéciles los críticos que afirman, confundiendo lo que se ve y lo que se oye, que Barenboim ya no es capaz de transmitir electricidad a una orquesta! Que sus movimientos físicos anden muy limitados no significa que haya mermado su técnica para conseguir de una orquesta lo que él quiere.

Lang Lang no estuvo mejor que en 2003, porque eso es imposible. Tampoco lo hizo menos increíblemente bien. Allí en directo el piano me resultó mucho más rico, con mayor plasticidad que en el SACD editado por el sello amarillo, pero me parece que el problema estaba en la labor de los ingenieros de la grabación, a la que le faltaban densidad y relieve. La soberbia acústica de Die Glocken de Bremen permitió disfrutar de lo lindo de un sonido pianístico que, además de ligereza y refinamiento, posee elasticidad, enorme riqueza de armónicos y una potencia considerable en los momentos en los que el artista lo considera oportuno.

Otra cosa es que todo ese potencial lo use con sabiduría: a mí hay veces que Lang Lang no me termina de convencer, y en determinadas interpretaciones me llega a irritar, pero en Mendelssohn saca lo mejor de sí mismo. Cierto, su recreación fue efervescente, lúdico a más no poder, juvenil en el mejor de los sentidos, pero no solo no se dejó llevar por el nerviosismo, sino que en el segundo movimiento hizo música con mayúsculas: delicadeza, encanto, sensualidad y evocación poética sin caer en lo trivial o lo amanerado. Todo ello con la mayor convicción y, hay que insistir, con una técnica absolutamente suprema.

Los aplausos del público le llevaron a ofrecer una arrebatada Mazurca nº 23 de Chopin. Podía haber tocado alguna cosilla más, porque la de Mendelssohn es una página breve, pero en cualquier caso el plato fuerte estaba por llegar: la gigantesca, inolvidable Heroica de Beethoven que comente en la entrada anterior.

Fotografía: © Manuel Vaca

martes, 12 de agosto de 2025

Heroica de Beethoven por Barenboim y la WEDO en Bremen: la plenitud del humanismo

Trescientos euros el vuelo ida y vuelta de Jerez a Dusseldorf. Ciento setenta el tren a Bremen. Casi doscientos la entrada. Luego los hoteles, comidas y tal.  Nunca me había gastado tanto dinero en un viaje pensado exclusivamente para escuchar música. Mereció la pena: el del pasado sábado en Die Glocken de Bremen protagonizado por Daniel Barenboim, Lang Lang y la West-Eastern Divan Orchestra ha sido uno de los mejores de mi vida de melómano, quizá junto con el que misma orquesta y director ofrecieron en el mismo lugar hace ahora un año y tuve la oportunidad de comentar aquí mismo.

El interés del asunto no radicaba en escuchar una Tercera de Beethoven a Barenboim, porque su aproximación a la Heroica ya se la conocíamos en directo y en disco. La que le pude escuchar en Colonia –editada en CD por Decca– me pareció en su momento la versión de referencia, como intenté explicar aquí mismo. La cosa es ver qué hacía ahora, en esta fase de su trayectoria que comenzó en la pandemia y que, quizá retroalimentada por las enfermedades que padece, le ha llevado a modificar tanto en las formas como en el fondo su manera de acercarse a la interpretación musical. ¿Ha cambiado a mejor? Para mí, la respuesta es afirmativa. El tríptico final de Mozart con la Orquesta de la Scala –ya no disponible en la web milanesa–, las sinfonías Tercera y Cuarta de Brahms con la Filarmónica de Berlín, la de Franck con la misma orquesta o La Grande de Schubert que precisamente hizo con la WEDO marcan hitos de la interpretación musical. Lo he escrito ya alguna vez, lo repito ahora: el Barenboim de los últimos cinco años está a la altura del último Furtwängler y del Klemperer octogenario, y los tres marcan el nivel más alto jamás alcanzado en el arte de la batuta. Cada concierto, cada disco de estos tres maestros en los referidos periodos es un verdadero acontecimiento, con independencia del mayor o menor acuerdo que podamos tener con unos resultados que por fuerza han de ser arriesgados, personalísimos y –por ende– muy discutibles.

En el obituario a Pedro González Mira (¡cómo le hubiera gustado escuchar este concierto!) ya intenté explicar por encima cómo ha sido esta Heroica. Vamos a ver si logro afinar ahora, aunque me parece que es misión imposible: ¿cómo describir lo inefable? Puedo quedarme en lo formal y limitarme a decir que la orquesta era de tamaño grande; particularmente mórbido y carnoso el empaste, con claro dominio de la cuerda y metales muy redondos; musculada la sonoridad, mucho antes cálida que brillante, pero sin la robustez y opulencia de una Filarmónica de Berlín, sino buscando esa particular tersura de la vieja tradición centroeuropea que hoy conservan Leipzig y Dresde; lentos los tempi,  pero manteniendo de maravilla el pulso; poco incisivos los ataques, escasamente marcados los contrastes, amplio el legato y generoso el vibrato, alejándose mucho de las interpretaciones “históricamente informadas”; plena la cantabilidad, que se pone claramente por delante del vigor rítmico; flexible la agógica, sin por ello dejarse llevar por arrebatos temperamentales, sino partiendo de la concepción del discurso horizontal como un todo orgánico en el cual lo que ocurre en un punto determinado puede condicionar el desarrollo y, por ende, ha de ser tenido en cuenta para no perder la lógica de la arquitectura.

Podría decir todo eso, pero me quedaría en la superficie. Al fin y al cabo, cosas parecidas se podrían afirmar de una interpretación de, qué sé yo, Colin Davis, Kurt Masur o Herbert Blomstedt. Hacer semejante ejercicio de descripción formal, que es lo que los críticos que se autodefinen como “objetivos” consideran como única opción válida frente a valoraciones “subjetivas” que ellos consideran peligrosas, es tropezar con los árboles sin ser capaz de ver el bosque. Lo siento, pero para apreciar toda la grandeza de la música tenemos que ser también subjetivos.

¿Y cómo fue, si hemos de creer esa subjetividad de quien escribe estas líneas, la Heroica escuchada en Bremen? Pues una interpretación en la línea de la que Barenboim hizo con la misma orquesta primero en Colonia y un años más tarde en los Proms, pero profundizando en un sentido concreto: el clasicismo. Mucha atención, no confundamos “clasicismo” con distanciamiento, interés prioritario por la belleza formal, ausencia de pathos ni nada de eso. Con Barenboim quiere decir otra cosa, difícil de definir pero que podría resumirse como una peculiar mezcla entre abstracción –utilicen el término estilización si lo prefieren–, perfecto equilibrio entre fondo y forma y un humanismo de altísimos vuelos. Con un rabillo del ojo Barenboim miró a Mozart; no, no a Haydn por mucho que fuera este quien más influyera en Beethoven. Con el otro miró a Schubert, al Schubert de –cómo no– La Grande, y con él hacia el mismísmo Bruckner, pero sin que aquello sonara como esos compositores, sino manteniéndose en el más ortodoxo “estilo beethoveniano”.

El lector ya lo está imaginando: este nuevo Beethoven sinfónico de Barenboim se ha movido en la misma dirección en que lo hizo el Beethoven pianístico del ciclo grabado durante la pandemia para Deutsche Grammophon. Sin renunciar a los conflictos que anidan en la música, sin dejar de ofrecer toda la hondura dramática, sin desatender a los aspectos más visionarios de la escritura beethoveniana, se concede mayor espacio a la sensualidad, al lirismo frágil y agridulce, a la espiritualidad, incluso a la paz interior…

Merece la pena detallar un poco. En el primer movimiento Barenboim consigue aquello que maestros como Giulini, Celibidache, Colin Davis o Nelsons intentaron para fracasar en el intento: ofrecer la máxima dosis posible de cantabilidad, belleza sonora y elevación poética sin perder la energía, el vigor dramático y la tensión armónica aquí imprescindibles. Barenboim ya lo había hecho antes, en Colonia y en los Proms, y más todavía con la Staatskapelle de Berlín en una descomunal filmación de 2022 que emitió el canal Arte. Puede que ahora en Bremen haya alcanzado una inspiración aún superior a esta última. O quizá no, pero de que sí estoy seguro es de que, al igual que ha hecho a lo largo de estos últimos cincuenta años con las sonatas para piano, cada vez que este señor empuña la batuta ofrece cosas distintas. Hay acentos que esta vez no se escucharon, mientras que otros hicieron su aparición –particularmente en la sección de desarrollo de la estructura sonata– para arrojar nuevas luces sobre una música architrillada, hasta el punto de que quien a ustedes se dirige varias veces se llevó las manos a la cara diciendo “increíble, cómo se le ha ocurrido hacer eso ahí”. Ya les digo, descomunal.

Este mismo adjetivo se puede aplicar a la marcha fúnebre. Para empezar, fue una recreación lentísima: cronometré 19 minutos exactos, una barbaridad frente a los 14:43 de Klemperer, 15:59 de Barenboim en Colonia, 17:19 de Giulini/Los Ángeles, 17:40 de Bernstein/Viena, 18:04 de Barenboim/Teldec, 18:10 de Furtwängler/1952 y 18:56 de Celibidache –en este último he restado el silencio al final del track–, por citar algunos referentes. El control del edificio sinfónico fue tal por parte del maestro que la tensión interna se mantuvo siempre firme; quien hable de pesadeces y morosidades estará confundiendo la velocidad con el tocino. De hecho, solo cuando miré el reloj me di cuenta de que Barenboim había batido todos los récords.

Esta del segundo movimiento fue también una lectura cálida, reflexiva y humanística a más no poder. Por descontado, conozco recreaciones más escarpadas y rebeldes, más marcadas por el desgarro, pero ninguna que logre fusionar de manera tan excepcional los aspectos dolientes con lo que tiene de reflexivo aportando, al mismo tiempo, una dosis impresionante de grandeza espiritual: por momentos se asomaba Anton Bruckner. Con el resultado mucho tuvieron que ver unas trompas y un timbalero en auténtico estado de gracia, aunque a decir verdad toda la orquesta realizó una labor superlativa.

En el Scherzo Barenboim apostó por una visión menos impetuosa de lo que en él cabria esperar. Es verdad que en el Trío las trompas, rústicas y valientes, parecían mirar a la Romántica bruckneriana, pero hubo más espacio de lo habitual para la sensualidad, la amabilidad, la contemplación paisajística y hasta la relajación, sin que por ello la empastadísima cuerda de la WEDO dejara de sonar con el músculo y el vigor que la partitura demanda.

No sé si arriesgarme a decir que el Finale, ampliamente paladeado en lo melódico (conté 14:55 frente a los 12:12 de Colonia) fue lo más sorprendente de esta interpretación. Los grandes maestros tienden a plantearlo bien desde un ángulo épico, bien subrayando conflictos e intentando exorcizar –Klemperer lo hacía tirando de su genial humor corrosivo– las variaciones que menos encajan con semejante prisma. Barenboim parece haberse dicho que no, que todas y cada una de esas variaciones tienen algo que decir no solo musicalmente, sino también en lo expresivo, como si conformasen un catálogo-resumen de toda la experiencia humana. Y aquí surge de nuevo la manoseada palabreja: humanismo. Les aseguro que nunca he escuchado una versión de altura que profundice de semejante manera en lo que esta música tiene –también tiene, junto con muchas otras cosas– de amable, pícaro y risueño, de tierno y acariciador; de sensual incluso. La gracia es que el maestro no lo consigue mediante el contraste, sino más bien desde la integración de todos esos elementos, otorgando plena continuidad a la estructura de tema y variaciones hasta alcanzar un final cuya grandeza optimista –definitiva superación del conflicto mediante la reconciliación– parece apuntar al Himno a la Alegría. Si por medio hubo una elegía a las muchas personas que sufren en Israel y Gaza –recuérdese de qué orquesta estamos hablando– es algo que queda a la libre imaginación de los que estábamos allí. De lo que si estoy seguro es de que esta obra maestra absoluta beethoveniana nunca me había gustado tantísimo como esa tarde de sábado en Bremen. Que en la gira de la WEDO no se vaya a hacer ninguna grabación radiofónica es una verdadera desgracia musical.

PD. Me ha quedado tan larga esta reseña que la primera parte del concierto, el Mendelssohn con Lang Lang, la dejo para la entrada siguiente.

Fotografías: © Manuel Vaca. Agradecimiento especial al autor por su amabilidad en el envío.

lunes, 11 de agosto de 2025

En la muerte de Pedro González Mira

Cuando a las ocho de la tarde del sábado 9 salí del concierto de Daniel Barenboim y la WEDO en Bremen le envié varios mensajes de WhatsApp. Yo sabía que él nunca fue partidario de semejante tipo de explosiones de júbilo (“esa vieja historia de que la última interpretación es la mejor de todas me la sé perfectamente”, me espetó una vez). Sin embargo, por una parte sentía enormes ganas de contarle lo recién escuchado a quien tanto me había ayudado a apreciar el arte de la interpretación musical. Por otra, pensé ingenuamente que a quien arrastraba una dolorosa enfermedad desde hace tiempo –cuatro años atrás me confesaba que le habían dado cinco de vida, y que ya entonces los había consumido– le podría venir bien saber que un señor nacido en Buenos Aires y con aspecto físico seriamente desmejorado había sido capaz de dirigir, además de un enorme Mendelssohn, la Sinfonía Heroica más hermosa, humanística y emotiva jamás escuchada; la de más mórbido empaste, la de flexibilidad más lógica y sutil, la mejor cantada en sus melodías, la más rústica y valiente (¡qué trompas!) en el Trío del Scherzo, la capaz de ir más lejos en carácter visionario sin hacer por ello una interpretación “romántica”, sino manteniéndose estrictamente dentro del más depurado clasicismo… Los mensajes no fueron leídos. Debe de estar más chungo, pensé. A la mañana siguiente me enteré de que Pedro González Mira había fallecido.

Nunca tuve una relación intensa con él –ni siquiera llegué a conocer a su esposa–, pero sí que tuvimos apasionadas conversaciones telefónicas a lo largo de estos últimos veinticinco años; a veces extremadamente breves, a veces muy largas. Nos parecíamos mucho en determinadas cosas. En los gustos musicales, por ejemplo. También en padecer enormes despistes. Y en el temperamento, muy combativo al tiempo que con una importante dosis de introversión. Detestaba adular o que le adularan. Le importaba poquísimo quedar bien, y era capaz de soltarte en la cara lo que realmente pensaba sin importarle un pimiento tu reacción. Ahora recuerdo cuando en Valencia tuve que comprarme una camisa de manera improvisada, en cuanto me vio me dijo que me quedaba horrible, que se me notaba en exceso el barrigón y que tenía pésimo gusto vistiendo. Todo era verdad, por supuesto. Tampoco yo me callaba la boca. Recuerdo que una vez le eché en cara que no había sido sincero en sus críticas positivas del lamentable ciclo Beethoven de Abbado con Berlín y de la Sexta del mismo autor por Carlos Kleiber. Me reconoció lo referente a lo primero, no así lo de la polémica Pastoral: es una enorme versión, me terminó diciendo. Tendré que volver a escucharla. Se lo debo.

Algunos le acusan de aplaudir acríticamente todo lo que hacía Barenboim. Falso: en nuestras conversaciones a veces ponía seriamente en entredicho determinadas posturas del músico porteño. Sí que es cierto que fue uno de sus grandes defensores en España en unos momentos en los que otros críticos –todos ellos por entonces jóvenes, pero ya muy relevantes– se mostraron incapaces de reconocer el talento del maestro aferrándose a aquello, bochornosamente escrito en las páginas de Scherzo, de “correcto pianista metido a director" (sic). Y sin duda fueron Ángel Carrascosa y él quienes iniciaron toda una línea de crítica musical que fue pronto contestada por otra, radicalmente opuesta en casi todo, abierta por Arturo Reverter y Enrique Pérez Adrián. Líneas ambas que van mucho más allá del “Barenboim sí/Barenboim no”, como también del “cantantes de ahora/cantantes del pasado”, dicho sea de paso.

Como ya dije cuando tuve la oportunidad de reseñar su novela autobiográfica, Pedro ha sido el crítico que más me ha influido de todos. Pero mucho ojo, no tanto en lo que se refiere a “revelarme” cuáles son los grandes artistas y cuáles no, los mejores discos y los peores, sino en algo bien distinto: en la necesidad de estar continuamente discutiendo con uno mismo y con los demás todas las ideas, especialmente aquellas que vienen preconcebidas. Le encantaba llevar la contraria. ¡Y llevársela a sí mismo! Lo hacía en sus textos, y lo hacía también en las conversaciones de tú a tú, en estas últimas –lógicamente– con mayor vehemencia y sin pelos en la lengua. Aprendí mucho leyéndole, y más todavía conversando con él, porque no era de los de “tal versión es un poquito mejor que esta y mucho mejor que aquella otra, pero no tanto como esa que todos sabemos”, sino de los de “¿y si la cosa es distinta a lo que tú piensas?”. González Mira era el antidogmático por excelencia. O sea, todo lo contrario de la inmensa mayoría de los críticos musicales.

Tuve la suerte de que prologara mi libro sobre Daniel Barenboim. No estaba seguro de que fuera a aceptar la invitación, porque las cosas no habían quedado del todo bien entre él y yo después de mi marcha de Ritmo. Pero escribió. Y lo hizo a su manera particular, relatando cómo se inició en esto de la música. Yo sabía lo que en realidad era ese prólogo, y no podía sentirme más honrado: era su testamento. Pedro se estaba despidiendo, pero eso solo lo sabíamos los pocos que estábamos al tanto de su enfermedad. El crítico Javier del Olivo vapuleó el citado libro en Platea Magazine precisamente por eso, porque en algunas pocas –muy pocas– páginas tanto el prologuista como yo hablábamos de nosotros mismos. Me hubiera gustado decirle “mire usted, señor Del Olivo, si esta persona nos cuenta todo eso es porque se está muriendo y, por una vez, quiere compartir sus experiencias de juventud con otros melómanos”, pero por razones obvias no podía hacerlo.

Por entonces tuve una idea loca que no se llegó a materializar: publicar una selección con las más interesantes críticas a lo largo de su trayectoria. Tenía editor plenamente dispuesto, y a Pedro le hizo mucha ilusión, pero topé con un problema: no había conservado copia digital de casi nada. Había que extraer de cada una de las páginas de Ritmo ya previamente escaneadas en su web. Compré el mejor programa de OCR posible y empecé con la labor, pero al cabo de algunas semanas tuve que dejarlo: el escaneo que se había hecho era defectuoso, las columnas se mezclaban unas con otras, y tras el reconocimiento de texto había que realizar una extremadamente minuciosa labor de corrección. Tengo por ahí un documento con montones de críticas ya transcritas y corregidas, pero me temo que nunca serán editadas en formato físico. Una pena.

Más recientemente, y habiéndole concedido la naturaleza una importante prórroga sobre esos cinco años inicialmente previstos, Pedro decidió retomar la idea del prólogo del libro de Barenboim y convertirla en presunta novela, en realidad mitad autobiografía y mitad reflexión sobre el valor –quizá el nulo valor– de la crítica musical. Aquí hablé de ella, pero me arrepiento muchísimo de no haberle enviado a tiempo el cuestionario de preguntas que le prometí. ¡Cuántas cosas interesantes podría haber añadido! È tardi.

Ah, la música de Brahms que he puesto es exactamente la que él pedía para su entierro en El poder de la música. Gracias, Pedro, por hacernos pensar.

sábado, 9 de agosto de 2025

¿Lang Lang, acabado? ¡Hay que ser imbécil!


Me siento completamente incapaz de hacer una reseña del concierto de hoy de Barenboim en Bremen hasta que se me pase el shock. Además, resulta muy incómodo escribir con el móvil. Pero sí puedo con una malicia de las mías.

Hace ahora tres o cuatro años, el crítico más abyecto de la prensa musical española (sí, justamente ÉSE) escribió que Lang Lang estaba acabado, que era "un juguete roto". Pues si lo que ha hecho el chino hace cuatro horas con el Concierto para piano n. 1 de Mendelssohn es lo propio de un pianista acabado, que baje Dios y lo vea. ¡Hay que ser imbécil para realizar descalificaciones así! Pero claro, queda uno como muy sabio y muy valiente.

En cuanto a Barenboim, solo tengo una conclusión: que grabe todas las sinfonías de Beethoven otra vez. Total, donde caben tres, caben cuatro. 

Barenboim tiene previsto reaparecer esta tarde en Bremen

Tras cancelar sus conciertos dedicados a Mahler en Berlín y Ámsterdam con la Berliner Philharmoniker, muchos temíamos que Daniel Barenboim podría no dirigir nunca más. Pues bien, ayer mismo Lang Lang publicó este breve vídeo ensayando el Concierto para piano n. 1 de Mendelssohn con el maestro y la West-Eastern Divan Orchestra. El programa se completa con el Idilio de Sigfrido y la Heroica. 


Supongo que no hace falta que les diga el interés que tiene ver cómo el de Buenos Aires retorna a las citadas obras en esta nueva era de su trayectoria; la que para David Hurwitz es la de los tempi letárgicos y laxitud extrema, mientras que otros la consideramos de genialidad absoluta, la de una especie de Furtwängler revivido, pero con más técnica. Por mi parte, estoy en un tren que va de Düsseldorf a Bremen... 

miércoles, 6 de agosto de 2025

Una pizarra de clase

Pizarra mía, en este caso. Suelo utilizar el Power Point confecciono muchísimas presentaciones a lo largo del curso, pero ese 11 de junio de 2024 improvisé sobre la marcha, con renglones torcidos y mi mala letra habitual. He me reencontrado con la fotografía y he querido traerla aquí, por si alguno de los "liberales" que se pasan por aquí quiere denunciarme ante las autoridades del régimen ya se asoma en EE.UU. y que se aproxima hacia aquí. Por mi parte, me siento satisfecho con la explicación que realicé y volvería a repetirla una y mil veces.

 


 

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