miércoles, 5 de diciembre de 2018

Barragán, Ioniţă y Pérez Floristán

Fue portentoso el recital de Pablo Barragán, Andrei Ioniţă y Juan Pérez Floristán que los tres artistas ofrecieron el pasado 1 de diciembre ante un público, el del Teatro de la Maestranza, justificadamente emocionado. Con respecto a la segunda parte del programa, la Sonata nº 2 para clarinete y piano y el Trío para clarinete, violoncelo y piano de Johannes Brahms, poco puedo añadir a lo escrito por mí la noche antes en este mismo blog a partir del disco grabado este verano por los artistas. Pero sí puedo decir algo sobre la primera, dedicada a Robert Schumann: Papillons, las tres Romanzen op. 94 para clarinete y piano y las Fantasiestücke Op. 73 para violonchelo y piano.


En el autor de la Sinfonía Renana quedó bien clara la categoría de Pérez Floristán, a quien sin ningún temor, y a raíz de las cosas que últimamente le he ido escuchando, de Liszt a Gershwin pasando por Rachmaninov, quiero situar entre los mejores pianistas del mundo. Sí, vale, aún tiene que ampliar repertorio y demostrarnos qué es capaz de hacer en determinadas piezas clave, pero no es fácil hacer un Schumann de semejante nivel, con un sonido tan apropiado –más que en Brahms, en el que el sevillano se queda algo corto en densidad– y un tan admirable equilibrio entre lo musculoso y lo alado, entre la ensoñación y el arrebato, entre la poesía lírica y el tormento dramático, sin caer en las fáciles trampas del nerviosismo (¡basta ya de entenderle como un compositor eminentemente esquizofrénico!) o de su extremo contrario, la sosería disfrazada de apolínea elegancia. Y eso lo supo plasmar con soberbia técnica, haciendo gala de una pulsación de infinita riqueza de matices, amén de con una formidable agilidad, pero sobre todo evidenciando  una enorme convicción expresiva. No es ninguna tontería ofrecer una interpretación tan notable de Papillons –fíjense en que mi amigo Carrascosa en esta página solo le pone un 9 a Arrau, y a nadie un 10–, aunque fue en las dos piezas en las que se convertía en acompañante cuando Pérez Floristán dio lo mejor de sí mismo.

Dentro del mismo nivel de excelencia se movió Barragán, un señor que no solo no intenta seducirnos con esas amas de la sensualidad tímbrica y el fraseo curvilíneo del que justamente es uno de los instrumentos más seductores que existen, sino que apuesta fuerte, arriesga muchísimo –por ello mismo hay algún resbalón muy aislado– y ofrece interpretaciones a tumba abierta en la que lo único que interesa es la fuerza expresiva de las notas. Ya lo escribí al referirme a su Brahms: la teatralidad de su línea, repleta de acentos y claroscuros, recuerda a las inflexiones de la voz humana. Todo ello, como su compañero, desde un perfecto control de la arquitectura y sin dejarse llevar por el arrebato. Un artista colosal, al que venturosamente le queda toda la vida por delante.

Espero que ningún amigo del violonchelista se dedique a escribirme mensajes agresivos –ya me ha pasado con algún artista local al que prefiero olvidar–, pero en honor a la verdad –si oculto mi opinión, lo escrito arriba queda falto de validez– debo reconocer que Andrei Ioniţă me ha gustado menos que sus compañeros, sobre todo por algo que ya se intuía en el disco Brahms y que en Schumann ha quedado muy en evidencia: sus excesos en los portamenti, que en más de una ocasión le hacen sonar quejumbroso, por no decir blandengue. Ahora bien, nadie le puede negar que posee una muy sólida técnica y que sintoniza de maravilla con sus dos amigos a la hora de entender los momentos más arrebatados de uno y otro compositor: particularmente memorable el último movimiento del Trío brahmsiano.

Una propina de Ginastera, en arreglo del propio Pérez Floristán, cerró una velada interpretativamente excelsa que, dejando por fin al margen los merecidos elogios a los artistas, nos permitió disfrutar en directo de una música maravillosa que debería escucharse muchísimo más de lo que se hace.

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