Seguía el Concierto para piano nº 1 de Franz Liszt. Morbo total habida cuenta de que Marta Argerich realizó junto a Claudio Abbado su primer registro de la obra allá por 1968. La comparación ha resultado de lo más interesante, porque cuarenta y ocho años no pasan en balde. Cierto es que el concepto de Argerich sigue siendo el mismo que el que tenía entonces, es decir, felino y extrovertido, lleno de nervio y de empuje no siempre controlado, pero lo cierto es que ahora se muestra más madura y concentrada, más sincera y menos tendente al exhibicionismo, derrochando además –ya lo hacía por aquel entonces– frases de particular hermosura cuando llegan los pasajes más líricos. Lo hacen, en cualquier caso, dentro de una línea más mefistofélica que sensual: escuchando el tercer movimiento uno no puede dejar de pensar en la Sinfonía Fausto. Por su parte, Barenboim revalida su categoría de enorme director ofreciendo una lectura incandescente y comunicativa a más no poder, pero también atenta a los aspectos efervescentes, incluso humorísticos, que hay en la muy manoseada partitura, todo ello en absoluta complicidad con una orquesta que luce solistas de enorme talla.
Con la Argerich sentada en la parte derecha del teclado, y por ende llevando la voz cantante salvo en el tramo final, los dos artistas ofrecer de propina el Rondó en La mayor D. 951 de Franz Schubert. Y en él alcanzan una perfecta fusión de personalidades –ella pone la frescura y la delicadeza, él la reflexión– para una interpretación maravillosamente cantada, tierna a más no poder y de un humanismo abrumador, pero con el pulso muy bien sostenido y sin la menor caída en lo otoñal. Impagable el rostro de Argerich atendiendo a los trinos finales de su compañero.
Todo Wagner en la segunda parte del programa, arrancando con la obertura de Tannhäuser. En comparación con su memorable registro frente a la Sinfónica de Chicago, Barenboim se muestra aquí todavía más inspirado, añadiendo una dosis extra de emotividad y humanismo a la introducción (¡qué manera de hacer cantar a la cuerda!) e incrementando aún más si cabe la sensualidad de la sección central sin perder su enorme ardor. A destacar un final grandioso y visionario a más no poder, pero sin rastro de opulencia ni de interés por apabullar con los contrastes sonoros, porque toda la lectura está presidida por la más absoluta sinceridad expresiva y un profundo humanismo. A destacar un interesante aspecto conceptual: al igual que aporta sensualidad a la música asociada a los peregrinos, el maestro descubre una muy particular “espiritualidad pagana” en la secuencia del Venusberg.
Sigue Amanecer y viaje de Sigfrido por el Rin, con resultados asombrosos. No sabe uno qué admirar más, si la plasticidad con que está tratada la orquesta –que suena wagneriana a más no poder–, si el canto extremadamente cálido y elocuente de la cuerda, si la naturalidad y la flexibilidad del fraseo, si las increíblemente bien planificadas transiciones –a los clímax se llega con naturalidad pasmosa, sin la brusquedad que a veces encontramos en otras interpretaciones–, si la riqueza e imaginación de los matices expresivos, etc. Quizá haya que quedarse con la nobleza, la calidez y el hondo humanismo con que está tratado el romance entre Sigfrido y Brunilda, o con el escarpado dramatismo de los compases finales que anuncian el comienzo de la tragedia. Impresionante la plasticidad con que trata la masa orquestal, por no hablar de la sensualidad de un fraseo que no excluye precisamente los portamentos.
La Marcha fúnebre del Ocaso recibe una interpretación que mezcla la aspereza y el dramatismo, ofreciendo clímax lleno de rabia –pero muy bien controlado– con un particular sentido reflexivo hasta desembocar en una sección final que desprende una desolación realmente amarga, todo ello extrayendo un atractivo colorido ocre de las maderas. Dicho esto, no alcanza Barenboim el milagro de inspiración que ofreciera allá a principios de los noventa en su registro con la Sinfónica de Chicago para Erato, sobre todo porque al ascenso inicial –los tres “tirones” de la cuerda que el maestro siempre diferencia a la perfección– le falta ese punto de garra dramática que otras veces consigue.
Del preludio de Maestros cantores ofrece una interpretación rápida, directa, cálida y elocuente, atenta a la cantabilidad y a la grandeza, pero también en el sentido del humor –menos sarcástico, más risueño que en otras ocasiones, ciertamente más preocupada por el trazo global, extraordinario, que por el detalle, pero aun así muy diseccionada en lo que a la polifonía. Es también una lectura flexible a más no poder en el fraseo y descargada de cualquier clase de retórica, aunque quizá la coda resulte un poco marcial. En cualquier caso, y con permiso de su increíble registro con la Orquesta de París, los resultados son tan admirables que se olvida uno por completo de que esta música, precisamente esta, la está tocando un conjunto en el que el cuarenta por ciento de sus miembros son judíos.
En el preludio del acto III de la misma ópera el de Buenos Aires realiza toda una demostración de cómo se puede conseguir la máxima hondura reflexiva sin necesidad de caer en languideces otoñales ni de quedarse en el éxtasis contemplativo. Ni que decir tiene, como no podía ser menos tratándose de Barenboim, que los acentos de la cuerda resultan particularmente lacerantes, aunque bien revestidos de una cantabilidad suprema y de un profundísimo sentido humanista.
Para terminar, el preludio acto III de Lohengrin en interpretación brillante a más no poder, pero también llena de frescura y júbilo, además de maravillosamente cantada en su sección central. El público, arrebatado. No se lo pierdan.
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