lunes, 27 de junio de 2022

Carmelitas para dummies en el Villamarta

La idea es interesante, algo forzada pero plausible: relacionar el miedo tanto a la vida como a la muerte que hace sufrir a Blanche de la Force con los miedos del periodo de entreguerras que dieron lugar a los grandes totalitarismos comunista, fascista y nazi, todo ello tomando como justificación “la peripecia vital de von Le Fort” –autora de La última del patíbulo–, “que se refugia en un monasterio empujada por el miedo ante la marea nazi hostil a los católicos”. Vale.

También parece acertado meter tanto a von Le Fort como a George Bernanos –autor del libreto– dentro de la acción, representados por actores, en el contexto de un hospital o manicomio de los años cuarenta en el que ambos ven desfilar el drama que transcurre entre 1789 y 1794. Pero realizar proyecciones de los efectos de la Gripe Española para encontrar una “correlación con la vivencia (...) de la pandemia provocada por el COVID-19”, de los prisioneros de los campos de concentración y de las destrucciones provocadas por la Segunda Guerra Mundial, más algunas secuencias cinematográficas, ya resulta bastante más discutible: el intento de encontrar paralelismos temporales de la dramaturgia original para hacerla más universal lo que logra es todo lo contrario. Quienes hemos tenido la enorme suerte de presenciar en directo la esencial, abstracta y depurada producción de Robert Carsen –ustedes pueden verla en la filmación que cuenta con la sensacional batuta de Riccardo Muti– sabemos hasta qué punto se puede prescindir de la Historia para quedarse con la idea.


En cualquier caso, lo realmente molesto de esta nueva producción escénica de Diálogos de carmelitas de Francis Poulenc es que el regista Francisco López, de cuya presencia ya he hablado aquí lo suficiente, debe de pensar que el público del Teatro Villamarta es dummy total. No le basta con sacar a Hitler, a Mussolini y a Stalin en la pantalla: constantemente proyecta en el fondo de la escena palabras y hasta secuencias del libreto, así como textos de autores diversos, tanto en francés como en castellano, subrayando las ideas principales que soportan el discurso de su dramaturgia. Alcanza el colmo del ridículo cuando la priora fallece en su lecho –aquí la cama de un hospital, se entiende que para enfermos de gripe– y en el fondo se proyecta “peur de la mort”. ¡Por si alguien no se entera por la música, por la acción o por los sobretítulos, que le quede bien claro! Todo masticadito para que nadie se pierda.

Tan innecesario y jartible subrayado con imágenes y textos presenta un inconveniente adicional: distrae seriamente al espectador no solo en los interludios –músicas de carga dramática por lo general superior a la de las escenas propiamente dichas–, sino también en algunos de los momentos cruciales de la dramaturgia. Mal.

Dicho esto, la escenografía única concebida por el propio López Gutiérrez –hospital, convento, prisión– funciona bastante bien y está aprovechada con sabiduría. La iluminación, tan tristona como suele ser habitual con el regista cordobés, funciona esta vez de maravilla. Y la dirección de masas, una vez más, demuestra ser el gran punto fuerte de su firma: el grupo de monjas se movió con un detallismo y una naturalidad dignas de todo elogio. También Ainhoa Arteta, Ángeles Blancas y Nuria García-Arrés –Blanche, Sor Constance y Madame Lindoine– realizaron una soberbia labor escénica. No así Rodrigo Esteves y David Alegret –los De la Force, padre e hijo–, a los que se les debería haber explicado dónde poner los brazos.

En la próxima entrada (aquí ya disponible) intentaré decir algo sobre la parte musical. Lamento no poner imágenes: hace tiempo que en este teatro decidieron dejar de darme cualquier tipo de facilidades.

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